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Michèle Petit

El graznido de la oca salvaje. El herbario de prisión de Rosa Luxemburgo



«5 de marzo de 1915. Recibí de la señorita Jacob este calendario y magníficas flores (anémonas, nomeolvides, amentos y ramas de cerezo).»

Así comienza el calendario de prisión de Rosa Luxemburgo, encarcelada por pacifismo en febrero de 1915, en Berlín y más tarde en el Fuerte de Wronke en enero de 1917 y en el penal de Breslau a principios de 1918. 

Con ella tiene, no sólo este calendario en el que registra su vida cotidiana, sino además su herbario, cuyos últimos ocho cuadernos elaborará en prisión. Compone sus páginas con flores frescas o secas que le envían sus amigas, plantas que recoge en el patio de la cárcel o en la hortaliza que cultivará en Wronke. 

Digo que  «compone» sus páginas, porque es como una obra de arte, hay una dimensión musical en ese herbario, en el que, según las palabras de Muriel Pic, quien llevó a cabo la edición: «es posible leer en las páginas nombres de mujeres y nombres de flores, nombres de lugares y fechas, definiciones cultas y algunos versos de Goethe, dicho de otra forma uno viaja en el tiempo y en el espacio…»



Cuaderno XIII de los cuadernos elaborados de 1913 a 1919, en los que reunió 377 espécimes de plantas. La colección completa se encuentra en el Archivo de Actas Modernas en Varsovia, Polonia.

 


Porque Rosa Luxemburgo demuestra tener un inmenso talento para no dejarse confinar en los muros en los que la han encerrado. Como si hubiera pensado: «no os concederé nada, no tendréis esto, mi libertad interior. No me despojaréis de los colores» –esos colores que añora y que busca en los matices de las piedras, rojas, verdes, grises, azules, y también en todo lo que crece entre las piedras, al llegar el verano, y en las flores. Junto con el herbario, entran también en su celda los árboles, los bosques, los especímenes exóticos que una amiga ha recogido en su propio herbario. En pocas palabras, lo lejano. Con el herbario, es el mundo el que está ahí, el hermoso mundo de afuera. 

Porque ella sufre, claro está, por la reclusión. «Corre como un animal enjaulado», «ida y vuelta a lo largo del muro». «¡Ah! ¡Irme de aquí!» escribe. O se pone a soñar con Córcega y sus paisajes, que recorrió a pie antes de ser encarcelada. Le escribe a Gertrud Zlottko:


«Imagínese usted que aquí, no muy lejos, en algún lugar, hay  una oca, quiero decir una verdadera oca con plumas. Grazna de vez en cuando, lo cual me encanta; esto sucede, ¡por desgracia! con demasiada frecuencia. ¿Sabe usted por qué me gusta tanto eso? Acabo de descubrirlo: el cacareo de las gallinas o el cuac cuac de los patos tienen acentos auténticamente maternos y apurados de animales domesticados desde tiempo atrás. Pero el graznido de la oca evoca aún plenamente al ave salvaje, no amaestrada, que emigra en invierno al sur; recuerda el vuelo orgulloso, el llamado amoroso desde más allá de lejanas distancias… en verdad, cuando oigo ese grito inarticulado de la oca, algo en mí se estremece de nostalgia -¿nostalgia de qué? Simplemente de los horizontes lejanos del mundo-. ¡Por Dios! ¡Por todos los demonios! ¡Por qué no puedo yo también volar, lejos, lejos de aquí, tan lejos como lo hace una oca salvaje!» (7 de agosto de 1915).

Esa sed de lontananza viene acompañada por una extraordinaria atención hacia lo cercano. Hacia cada una de sus amigas, por quienes nunca deja de preocuparse en sus cartas, mientras que nunca se queja de su propia condición (siendo que perdió diez kilos durante los dos primeros años de encarcelamiento). Hacia los pájaros, cuyo canto reconoce –no sólo el de tal o cual especie, sino el de cada individuo– como ese herrerillo carbonero que viene por las mañanas a su ventana. Hacia los insectos, sus pequeños compañeros, hacia las nubes cambiantes:


 «todos los días le hago una visita a una cochinilla roja con dos puntos negros pequeños en el lomo, a la que mantengo viva desde hace una semana en una rama, en un vendaje de guata tibia contra la brisa y el frío; observo las nubes, cada vez más hermosas y siempre diferentes, y en definitiva no considero ser más importante que esa pequeña cochinilla y, empapada en el sentimiento de mi ínfima pequeñez, me siento inefablemente feliz».

Nunca distingue entre los humanos y los demás habitantes de la Tierra. Llora al ver a los búfalos, convertidos en bestias de carga, agotados, sangrando bajo los golpes de un bruto, en el patio de la cárcel. O se alarma «ante la desaparición de las aves cantoras a consecuencia de la racionalización cada vez mayor de los cultivos», que relaciona con «la desaparición de los Pieles Rojas en Norteamérica», a quienes se ha expulsado de sus tierras.



Anémona de Jardín. Abril 1915. Cuaderno XI.

 


Rosa Luxemburgo tiene con ella algunos libros. «No hay nada que lea con tanto interés apasionado como los libros de geología». «¿Qué es lo que leo? Sobre todo libros de ciencias naturales: botánica y zoología». Lee a Goethe, al que no abandona y que también era herborista, y también a Mörike, Shakespeare, Oscar Wilde, Candide, las cartas a su hija de Madame de Sévigné… donde de paso se ve a qué grado pueden ser amigas la poesía y las ciencias.

Recopila poemas, lee mucho, se preocupa por saber si sus amigas lo hacen también. A una de ellas, que es pintora, escribe:


«…un pintor no debe solamente pintar, sino además leer mucho para progresar. Siempre puede usted tomar libros prestados por medio de la señorita Jacob, ya sea de su biblioteca, o de la mía. ¿Por lo menos lee usted?»

Un libro –un buen libro, y a veces incluso uno que no sea tan bueno– es un poco como un herbario. Se despliega para ofrecernos el mundo, sus paisajes. Y nos desplegamos con él. 



Hierba de san Juan. Junio de 1913. Cuaderno VI.

 


Caigo en cuenta de que escribo esto en el pueblo en que nació Teofrasto, el padre de la botánica: habría sido él el primero en estudiar las plantas en sí mismas, y no en función de su utilidad. Describe seis variedades de manzanas, cuatro de lechugas cultivadas, la ortiga, las rosas, entiende el papel del género en la reproducción de ciertas plantas, un descubrimiento que por largo tiempo habría de quedar perdido. Enseñaba en un jardín, que les heredó a sus amigos, y en el que pidió ser enterrado. 

En tiempos recientes se han hecho tantos descubrimientos sobre la forma en que los árboles, las plantas se «hablan», que me pongo a ensoñar: tal vez descubramos un día que también se transmiten historias. Puede ser entonces que las plantas recuerden los paseos que hacía Teofrasto, lo que les decía a sus discípulos. Al rato, cuando vaya a caminar cerca del lugar en que tenía su escuela (y su jardín), prestaré oído. Y luego continuaré mi lectura del maravilloso herbario de Rosa Luxemburgo. 



Traducción: Rafael Segovia


 


Rosa Luxemburgo, la economista que estudió botánica, recibía correspondencia de sus amigos y conocidos, en la que incluían especímenes secos o flores frescas que ella prensaba para sus herbarios. Esta edición, inédita en Francia, del Herbier de prison [Herbario de prisión] está conformada por 133 láminas botánicas acompañadas de la traducción de los textos manuscritos. También incluye sesenta cartas, en las que la revolucionaria habla de su pasión por plantas y animales.



Rosa Luxemburg

Traduction Claudie Weill, Gilbert Badia, Irène Petit, Muriel Pic

Édition établie et préfacée par Muriel Pic

2023 | 360 pages | ISBN 978-2-88955-090-6 36



 


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