Hay dos recuerdos que asocio profundamente con la infancia. En uno, estoy sentada junto a mi hermana menor en el cuarto de Televisión de mis abuelos: mientras bebemos coca-cola en vasos rojos de plástico, miramos con atención El jardín secreto, un anime que la NHK de Tokio produjo en 1990 como adaptación de la novela juvenil homónima de Frances Hodgson Burnett y que nos muestra la historia de Mary Lennox, una joven huérfana en el estilo de Candy Candy cuya ventura la conduce hasta Inglaterra, a casa de su anciano tío, donde descubre un jardín mágico al que intenta dar vida.
El otro recuerdo, es precisamente del jardín que me permitió ser Mary Lennox. Se trata del jardín de mi tía Lupe, en lo que fuera la casa de mis bisabuelos en el corazón del barrio de Tequisquiapan, en pleno centro de San Luis Potosí. Jardín aparte, la casa era más que suficiente para impresionar a una mentecilla de escasos siete u ocho años.
La construcción era de 1940, según narraba mi bisabuelo, que la mandó erigir cuando su afiliación partidista le permitió fortalecer su posición como comerciante de semillas y cambiar las sórdidas vecindades del centro histórico, donde nacieron mi abuela y sus hermanos, por un terreno en Tequisquiapan, el suburbio soñado de la burguesía posrevolucionaria potosina.
La historia del barrio de Tequis, como se le conoce coloquialmente, está de hecho vinculada íntimamente con los jardines. En la época colonial, lo que originalmente era una villa periférica construida para albergar indios pames, comenzó a destacar por la abundante producción de sus huertas.
Mientras en otros parajes de la ciudad, como el árido San Juan de Guadalupe o el lejano Montecillo, que sobrevivió hasta la modernidad sólo gracias a su carácter ferrocarrilero, era difícil hacer crecer un nopal, Tequisquiapan era una auténtica selva de buganvilias y árboles frutales.
La benevolencia de esta tierra se puede apreciar aún en el jardín principal del barrio, uno de los más exuberantes de San Luis, así como en las escasas villas de estilo californiano y mediterráneo, construidas por comerciantes advenedizos a inicios del siglo pasado y que permanecen en pie como recuerdo de una era que ya no existe.
En una de esas villas, sobre la calle Terrazas, descubrí que podía ser Mary Lennox, pero también una exploradora de la jungla, una doncella de los Alpes, una bruja, la reina de los caracoles, un guerrero medieval, así como una diablilla que arrojaba ladrillos al pozo -porque en ese jardín había un pozo- con el único propósito de hacer estallar el agua, lejos, al fondo, y después partirme de risa junto a mi hermana y mis primas y huir, corriendo, antes de que los adultos nos sorprendieran llenando el pozo de piedras y de ladrillos.
Además del pozo, teníamos también una enredadera que cubría por lo menos una quinta parte del jardín y funcionaba como una cabaña natural. Ahí, mis primas y yo jugábamos a la casita y construíamos todo tipo de enredos e intrigas domésticas acompañadas por el interminable desfile de mariposas, catarinas, caracoles que saturaba ese lugar, así como por el fiel Alfie, un samoyedo que custodiaba ese jardín y por eso, era también un dragón y un príncipe encantado y un tigre, o perro-tigre, como menciona Juan Vicente Melo en La obediencia nocturna.
Más atrás en el jardín, había una zona que nos daba miedo. Ahí había juegos abandonados y totalmente llenos de óxido: unos columpios, un sube y baja y un balancín. Nunca nos llamaron la atención y una de mis primas decía que el columpio a veces se movía solo. Esa parte del jardín, junto con el panteón de los perros, donde descansaban los predecesores de Alfie y una zona que llamábamos 'La ruina', eran un lamentable augurio de lo que sucedería con ese lugar años después.
La ruina se llamaba así porque literalmente eso era. Se supone que hasta los años ochenta era un salón de baile donde mis bisabuelos hacían fiestas y reuniones, pero a mitad de esa década, una tromba sacudió fuertemente San Luis y el techo del salón colapsó, dejando hasta atrás de la casa un espacio absurdo con paredes, pero a cielo abierto. Nunca la repararon y su podredumbre se extendió poco a poco al resto del jardín.
Cuando la conocí ya era un cuarto de tiliches. Mi bisabuelo sepultó ahí sus trilladoras y máquinas para moler maíz. También estaba el antiguo piano de cola del salón de fiestas que, aunque lastimado por el derrumbe, todavía medio funcionaba y a veces íbamos a tocarlo, aunque no por mucho tiempo porque la atmósfera en esa parte del jardín comenzaba a volverse pesada muy pronto. Entonces corríamos de nuevo a la enredadera y volvíamos a ser una familia campesina o unas guerreras mágicas o unas princesas o unas leonas o lo que fuera que estuviéramos jugando a ser en ese momento.
Durante algún tiempo tuve la convicción de que en ese jardín había un sótano o un pasadizo o un tesoro. Fueron interminables las tardes ahí en que obligué a mi hermana a seguirme en busca de pistas o indicios del pasaje 'al otro lado'. Mi convicción de la existencia de ese 'otro lado' venía de sueños que tuve en varias ocasiones en las que una especie de hada me indicaba puntos en el jardín donde se hallaba la puerta. Al día siguiente, si estábamos en San Luis y nos llevaban a casa de mis bisabuelos, iba con mi hermana a ese lugar y horadábamos, quitábamos lozas, macetas, lo que fuera, con tal de encontrar el acceso.
Dejé de tener esos sueños una noche de 1999. Acabábamos de mudarnos a Saltillo, estábamos lejos del jardín y soñé que me perseguía un monstruo. En el sueño, yo estaba ahí, en el jardín de Terrazas y aunque era de noche, porque yo sabía que era de noche como se saben siempre las cosas dentro de los sueños, el cielo estaba clarísimo como si fueran las once de la mañana. De pronto, de unos rosales y plumbagos que había junto a a la enredadera, salía un bebé de metro y medio, con el cabello rizado y garras rojas y colmillos que me perseguía, gritándome con voz chillona: 'tengo que tenerte'. A la fecha tengo problemas para entender el significado del sueño, pero algo sí me queda claro: la existencia de ese jardín era un motor para la fantasía y la imaginación que nunca he vuelto a encontrar en ningún lado. Su naturaleza laberíntica lo hacía un espacio único, como solo pude contemplar años después leyendo algunos textos de Borges.
En 1996 mi bisabuela falleció de un paro cardíaco y se llevó con ella una buena parte del jardín. Los rosales, por ejemplo, comenzaron a pudrirse, también las buganvilias de la enredadera. Solo los granados daban fruta, pero a nadie le interesaba más que a nosotras, las niñas, que las recogíamos del suelo, separábamos las partes más feas y nos comíamos lo demás.
Por entonces ya solo vivían en esa casa mi bisabuelo y mi tía Lupe, que lo cuidaba 24/7 y se aseguraba de que a sus 86 años estuviera bien. Después de esa época, nunca volví a oír hablar a mi bisabuelo. Lo único que hacía todo el día era sentarse frente a la televisión y mirar películas antiguas, que a mí me resultaban aburridísimas, pero que a él lo entretenían y le permitían viajar a una época con más sentido, a sus propios jardines secretos. En el verano de 2002, él también se fue, tenía 91 años.
Tres años después la casa se vendió. La decisión la tomaron, en su mayor parte, los hermanos varones de mi abuela y de mi tía. A mi tía, que renunció a formar su propia familia para cuidar a sus padres, la aventaron prácticamente a la calle. Terminó viviendo con mi abuela, a escasas ocho cuadras del viejo jardín, en una parte un poco menos glamurosa de Tequis, habitada sobre todo por profesionistas de clase media que llegaron a la zona en los años sesenta y quienes, en vez de villas y palacetes, construyeron pequeñas casas unifamiliares de estilo funcionalista.
Después de la venta el jardín fue demolido junto con la casa; en su lugar hicieron un fraccionamiento integrado por seis casitas mucho más pequeñas que la de mi bisabuelo. Lo único que queda del jardín es una palmera. Hasta 2014, si no recuerdo mal, todavía era posible asomarse al fraccionamiento y mirar la palmerita como único recuerdo de la Mary Lennox que alguna vez fui. Luego la ciudad se empezó a volver insegura y los inquilinos de la casa de mi infancia levantaron una barda y un gran portón de hierro. Ya no puedo ver al interior.
A veces, cuando paso por ahí, siento ganas de gritarle a los inquilinos nuevos que habitan terreno sagrado y, en todo caso, son unos profanadores. Luego se me bajan los humos y entiendo que no hay nada de malo en que ellos vivan ahí. Sin embargo, cuando llego a la avenida Carranza y veo que esas casas de comerciantes advenedizos van desapareciendo cada vez más para ceder su lugar a edificios horribles, no puedo evitar una lágrima. Las ciudades cambian y eso no está mal, pero los jardines no deberían pagar ese precio. Una ciudad sin jardines es una ciudad sin imaginación.
Pero quizá San Luis Potosí estuvo condenada desde el inicio, cuando el hecho de tener jardín se convirtió en un privilegio accesible sólo a quienes pudieran pagar un lote al poniente de la ciudad. Hoy, los hijos y nietos de esas personas ya no piensan en jardines, si acaso, en campos de golf. Se pudre el alma solo de pensarlo.
Imágenes: ilustraciones del libro infantil Der Widiwondelwald, de Hilde Krüger (1924)
Dafne Emilia Martínez es escritora y activista. Puedes seguirla en Twitter en @DafneEstupida.
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