El trapo que mi madre se pone en la cintura lo llevan también las mujeres africanas. Pagne le llaman en Senegal, capulana en Mozambique, mandil lo llamaba mi madre. Siempre está caliente y mojado. Caliente porque les cubre el vientre, redonda oquedad donde se cuecen los hijos, y mojado porque en él se secan las manos de fregar, las de lavar, las lágrimas de las primeras disputas infantiles. El mandil cuida las manos de mi madre del ardor de las asas de las cazuelas donde se gestan los guisos. El mandil protege del sol y de las moscas el cuerpo pequeño de los que se duermen en la solana tras la comida al aire libre, aísla de las pajas secas que quedaron abandonadas tras la siega y que se hincan en la piel reseca por el verano, suaviza el rigor de los grumos de tierra endurecida por la sequía. El mandil se extiende sobre el suelo para que la merienda no se llene de tierra y de hormigas, delimita el espacio de la golosina. Marca el momento en que comienzan las faenas domésticas, que solo concluyen cuando mi madre se quita el mandil y se va a la cama. El mandil es vestido, toalla, pañuelo, guante, sábana, mantel, reloj y a veces mortaja.
Un día llegué del colegio. Tendría 5 años. Y vi a mi madre, sentada en una silla baja en su cocina, el mandil mojado y su cara llena de lágrimas. Sobre su mandil, una urraca muerta. En mi casa siempre hubo pájaros pero nunca hubo jaulas. Mi madre odiaba las jaulas. Ella venía de un lugar donde ni siquiera las palabras se encerraban en un renglón. Aleteaban por la casa, los pájaros, las palabras y mi madre, posándose en cualquier lugar, también en nuestros hombros o en nuestra cabeza.
Aquella urraca había llegado a casa con un cuco que se había caído de su nido y tenía el pico roto. Lo habíamos encontrado un domingo de paseo campestre y nos lo habíamos llevado junto con la urraca en cuyo nido vivía este huésped. Los pollos de la urraca ya habían volado y solo le quedaba en el nido este hijo perezoso y glotón. En nuestra casa la urraca seguía ejerciendo de madre y alimentando al cuco. Aquel día mi madre se había ido a comprar el pan y había dejado la lavadora de carga superior abierta, dando vuelta a nuestra ropa sucia. La urraca se asomó a beber y cayó dentro. Mi madre la encontró sin vida cuando volvió de la panadería y se la colocó sobre el mandil, convertido en sudario de aquella madre pájaro. Mi madre lloraba la suerte de aquella madre. Con la manga de mi madilón escolar le sequé las lágrimas a mi madre. Y con una hoja de papel usado que arranqué del cuaderno donde dibujaba mis primeras letras, hice un cucurucho donde metí el pájaro inerte. La tinta azul que con la humedad de la ahogada comenzaba a teñir el ataúd de papel le dio un poco de alivio a tanto luto.
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