Pareciera que los jardines personales le están siendo negados a ciertas clases sociales, especialmente a la clase obrera que vive en ciudades; el espacio urbano es muy costoso y tener un jardín particular es poco más que un lujo. A cambio, quienes no tenemos jardines propios debemos conformarnos con los escasos jardines públicos, menos de los que necesitamos para compensar la falta de lugares recreativos y abiertos. Para quienes carecen de jardín, la relación personal y simbólica con las plantas está marcada por una distancia muy enfática que puede resultar en hostilidad: ¿por qué se le destina más espacio y dignidad a un jardín que a la vivienda de los seres humanos?
México pasó de ser un país rural a ser uno urbano, y la distancia entre las plantas de ornato, la agricultura casera y los jardines familiares se volvió más que real y hay generaciones enteras que no serían capaces de plantar y conservar un jardín. A mayor marginación, menos espacios verdes, mayor contaminación y mayor falta de servicios.
Esta pequeña reflexión sobre los jardines no tiene un tinte social, como parecía en estos primeros dos párrafos, sino un tinte emocional. Creo que una manera de reconciliar a los habitantes urbanos con las plantas es por la cultura, es decir, fomentado la historia cultural de las plantas en la historia de la humanidad y en la experiencia personal. Esos jardines culturales también podrían sustituir al jardín personal, y fomentar otros jardines, los de la memoria, por ejemplo; el mero simbolismo y la cultura pueden apenas compensar la ausencia de jardines reales en nuestras vidas y devolverles el valor que se merecen. Y los jardines son amplios como concepto, no son sólo pasto y cipreses, sino huertos, milpas, macetas y hasta camellones arbolados.
A mi parecer, las plantas tienen la capacidad de evocarnos a una persona, un lugar, un tiempo, con una precisión semántica mayor que la de una fotografía. Pienso en los geranios. Veo unos geranios en flor y no puedo evitar recordar a mi abuela, en los veranos de los noventa; así, el geranio es el jardín de la memoria en que conviven el recuerdo y la persona. Si veo una higuera, digamos, me recuerda a la casa de mi familia paterna, a los meses de agosto y septiembre y la calma del enorme huerto que había en la casona de mediados de siglo.
Una higuera es más que un árbol. Las higueras, sólo por dar un ejemplo, tienen una historia y un simbolismo lejos del recuerdo o la experiencia particular, una relación cultural con los seres humanos que se remonta hasta la fundación de algunas religiones. Esa relación es el jardín cultural al que me refiero.
Mi abuelo paterno, llamado Estanislao (como el mártir polaco al que descuartizaron en nombre de su fe), tenía un jardín en el que había desde nopales hasta chabacanos. Se discutía, de hecho, si era un jardín o un huerto, pues como no tenía pasto, algunos vecinos lo consideraban más un huerto de árboles frutales que un jardín propiamente —en la idea esquemática de que un jardín se compone por cipreses podados sobre pastos al ras, a la Luis XIV—.
La higuera formaba una sección especial: era baja y frondosa, necia y resistente, pues había sobrevivido durante décadas al inclemente invierno de Durango, que siempre es bajo cero. Hacía la sombra más espesa de todo el jardín y sus raíces habían proliferado al espacio de otros árboles. Parecía incluso que había atraído más humedad a su entorno. De niño me causaba cierto temor; entre otras cosas, sentía que estaba llena de arañas; también al arrancar los higos, había un líquido blanco que brotaba de la parte superior de la rama. Sabía que era irritante en la piel si la tocaba y lograba secarse, pero no sabía entonces que ese líquido era látex. Recuerdo que a un compañero de la primaria su mamá le quitó una verruga plantar que tenía en la mano así, con “leche de higo”. Entre agosto y septiembre la higuera daba su segunda tanda de frutos, los dulces, los comestibles; era realmente un placer cosecharlos, lavarlos en la pileta y comerme un par de higos frescos.
Las higueras tienen un olor particular, que se siente en especial al oler el reverso de las hojas del árbol. Es un humor ahumado, parecido al olor de un higo verde al que le dio el sol. El reverso de las hojas tiene además un terciopelo suave al tacto. Hojas de higuera, las mismas que en el Génesis, según se relata, usaron Adán y Eva para hacerse su primera prenda, cuando descubrieron a la vez la desnudez y el pudor.
Para mí era obvio que se trataba de un árbol místico. Las higueras se reproducen por esquejes. El higo realmente no es el fruto del árbol, sino una infrutescencia, un receptáculo lobuloso que se hincha luego de la fecundación —aunque las flores son asexuadas—. Las semillas diminutas están dentro del higo. Es decir, no son frutos sino siconos, un término botánico que se acuñó precisamente a causa de las mismas higueras, para explicar ese extraño fenómeno que se debe quizá a su longevidad (es una planta realmente prehistórica).
Para mi gusto, hay que comerse los higos cuando apenas toman el color oscuro: más verdes saben a hoja, más maduros saben a cualquier azúcar. En su punto, tienen una textura y un sabor exquisitos. El mito dice que Catón, el Censor, tomó unos higos prodigiosos y dijo que provenían de Cartago, cosa que debía bastar para emprender una tercera Guerra Púnica, hacerse de Cartago y poder disfrutar de esos higos suculentos…
Las higueras pertenecen a la familia de las moráceas y al género ficus. Las ramas de la higuera pueden hacer inosculación, lo que significa que, por el contacto de una rama con otra, pueden fusionarse entre sí para crear ramas más fuertes y grandes y optimizar recursos. Tienen raíces adventicias, lo que les permite un mejor anclaje. Al ser un árbol robusto, que acapara la humedad y es frondoso, suele ser longevo, por lo que crecen algunas plantas epífitas sobre la higuera, que le dan ese tono espiritual del que hablo: las higueras van creciendo, se van ensanchando, retienen mucha humedad, se llenan de liquen, sus ramas se desparraman por el entorno y conviven con otras plantas, dan frutos y además dan siconos para nuestro deleite.
Esto no es lo único que se puede decir de las higueras. Es bien conocida la leyenda de que el Buda alcanzó la iluminación bajo la higuera del Bodhi, árbol de la especie ficus religiosa, cuyo apellido le sienta muy bien. El Majavansha, un poema épico, cuenta que el rey Asoka pidió que le arrancaran una rama y la puso en una vasija de oro, tras darle estatus de realeza. Su esposa se puso celosa de la higuera y la mandó secar. ¿Quién no debe estar celoso de un árbol?
Se cree que Teofastro descubrió que sólo un insecto entraba y salía de la ficus carica que había estudiado, un insecto diminuto del cual se probaría casi dos mil años después que era una avispa polinizadora que se alimentaba de la higuera, que sólo podía poner sus huevos en las flores de sus higos compañeros y que, gracias a esta relación, la higuera, asexuada como es, puede seguir existiendo. Por eso se cree que la higuera produce higos todo el año —aunque sólo los del verano saben rico—. Las higueras, en todas sus variantes, sostienen mucha vida silvestre. Se cree que más de 1 200 especies —incluidos nosotros— comen higos.[1]
Jesús maldice una higuera pues, cuando le pide de comer, no tiene frutos y, enojado, profiere una condena: solo de palabra la marchita. Sólo Marcos y Mateo cuentan esa historia que, se supone, es una parábola para explicar los poderes de la oración: si pides, se te concede. Si se te da el poder con la oración, ¿por qué querrías secar una higuera? Nomás no lo entiendo.
Una imagen sobre los higos que descubrí para escribir este texto y que me conmovió especialmente es una que se cita en una carta de Goethe, en un relato sobre navegación y naufragios:
Después de la tempestad nocturna se gana la orilla, el náufrago empapado se seca y, a la mañana siguiente, cuando de nuevo el majestuoso sol despunta sobre las olas centelleantes, el mar tiene de nuevo hambre de higos.
La frase desconcertante es el “hambre de higos”, que es muy oscura. De hecho, es tan incomprensible que el primer transcriptor de la carta escribió Zurück ins Meer, daswieder steigen will, poniendo steigen (crecer) donde decía Feigen (higos), pues creyó que, si decía higos, la oración no tendría sentido. Pero lo tiene, y se explica por una cita de una cita.
Parece que la anécdota, o el adagio, viene de Erasmo de Rotterdam, quien contaba la historia de un navegante siciliano que naufragó con un cargamento de higos: una vez a salvo y ya frente al mar en calma, en la costa, observa cómo parece que el mar lo invita a volver a navegar, lo vuelve a tentar; entonces el marinero, imaginándose que el mar simplemente lo había atacado para comerse su cargamento, le dice: “Oid ho theleis, syha theleis!” / —Ya sé lo que quieres, ¡tú quieres higos!”
Así, estamos tentados a volver a exponernos al peligro, a la tormenta, a naufragar, ¿y para qué? Porque la mar, como nosotros, quiere volver a probar el delicioso sabor de los higos.[2]
La higuera de casa de mi abuelo hace el jardín de la memoria, pero estas historias fecundan el jardín de la cultura. Me hace pasear por un jardín interior que me ayuda a darle el valor que se merece una higuera, por ejemplo; fomentar esa relación personal con la experiencia y con la cultura de las plantas podría contribuir a valorar todas las plantas en los espacios colectivos: exigir jardines, necesitarlos. Tener jardines de la memoria y de la cultura no sólo podría propiciar el crecimiento del espacio público vegetal, también podría volverlo significativo.
[1]Hay un libro muy bonito dedicado por entero a las higueras: Ladders to Heaven, de Mike Shanahan. [2]Apud Hans Blumenberg, Naufragio con espectador, Visor, Madrid, 1995, pp. 17-36.
Alejandro Merlín estudió lengua y literatura francesas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Es autor de los libros de cuentos Botello murió a balazos y En busca del Taiste. Ha realizado traducciones del francés al español para el Fondo de Cultura Económica, donde trabaja como encargado de producción editorial.
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