Madre e hija de Plaza de Mayo, 1982 § ADRIANA LESTIDO
Todo es espejo.
Camila Sosa Villada
El 25 de noviembre de 1982 durante una movilización de Madres de Plaza de Mayo en Avellaneda, una localidad situada en la costa del Río de la Plata, al sur del Gran Buenos Aires, una niña que llora llama la atención de la fotógrafa Adriana Lestido, quien cubre el evento para el diario La Voz –identificado con la izquierda peronista–. Se trata de uno de los primeros trabajos de la argentina como fotógrafa profesional. Mientras el resto de los fotógrafos acribilla a la pequeña con sus cámaras Adriana, presa de pudor, deja pasar. Cuando sus compañeros de oficio toman rumbo al templete persiguiendo “la foto”, ella permanece al lado de la niña y quien supone su madre. Calcula que la mujer con el pañuelo blanco cubriéndole el cabello tiene su misma edad: 27 años. Pero no es eso lo único ni lo más importante que comparten: cuatro años atrás, el 18 de febrero de 1978, Guillermo “Willy” Moralli, militante de Vanguardia Comunista y pareja de Adriana, fue secuestrado por la Alianza Anticomunista Argentina y desaparecido. La niña y la mujer reclaman por Avelino Freitas, secuestrado el 1 de julio de 1976, cuando era delegado obrero de la fábrica Molinos Río de la Plata. Pasarán más de treinta años para que Adriana conozca la historia de esa mujer y esa niña. Entonces sabrá que se llaman Blanca y Mariela, que son respectivamente hermana y sobrina de Avelino, y que hubo una sorprendente relación entre éste y “Willy”, quien también fue delegado en Molinos.
En el momento de la manifestación, algo distrae a la fotógrafa. Cuando voltea, un impulso le hace, ahora sí, levantar la cámara y disparar: Blanca y Mariela –en sus brazos–, agitan sus puños alzados y se funden en un grito que expresa, como ninguna otra imagen, todo el dolor y toda la furia; toda la rebeldía y todo el coraje de un movimiento que hará Historia. La imagen no solo registra la fuerza de su gesto y de su vínculo, también captura carteles y rostros de manifestantes que, un tanto desenfocados, cubren totalmente el segundo plano de la foto cobijando el clamor de la mujer y la niña. No están solas: “Las lágrimas de la pequeña se han esfumado y se ha producido un milagro: una imagen que desmiente la supuesta fragilidad de las mujeres y hace visible e incuestionable la enorme potencia de un grupo de madres que desafió e hizo tambalearse a una de las dictaduras más crueles de América Latina.”
La fotografía apareció en la primera plana de La Voz del día siguiente. A partir de entonces es conocida como “Madre e hija de Plaza de Mayo”, y, desprendida de sus autoras –fotógrafa y retratadas– inició su propia vida. Como ícono, símbolo y emblema fue apropiada por la gente y reproducida en carteles, folletos, volantes, pintas, grafitis, camisetas y todo tipo de impresos a largo de los siguientes cuarenta años. “Una mujer y su hija, un hombre ausente. Todo está ahí... En esa primera foto comienza todo”, afirmó años después Adriana Lestido, ya reconocida como una de las grandes fotógrafas de América Latina.
“Madre e hija de Plaza de Mayo” es una de esas raras fotografías que consiguen capturar lo invisible: lo que vemos en ella es una ausencia que reclama ser vista: un desaparecido. Desde aquella imagen, Adriana se empeñará, tanto en sus trabajos periodísticos como en su obra más personal –constituida por las series Hospital Infanto Infantil (1986-1988), Madres adolescentes (1988-1989), Mujeres presas (1991-1993), Madres e hijas (1995-1999), El amor (1995-2002), Villa Gesell (2005), México (2010) o Antártida negra (2012)–, en retratar la ausencia, a buscar lo que falta en lo que se ve, como reza el título de una de sus exposiciones.
[...] las imágenes operan como espejos. Al mostraros algo del mundo exterior, nos revelan algo de nosotros mismos: en el afuera vemos adentro, y, en casos excepcionales, algunas imágenes crean nuevas formas de ver. Al conmovernos, nos transforman.
No es tanto que las imágenes nos miren o que estén vivas, como afirma el historiador Enzo Traverso, sino que con cada mirada se renuevan y al mirarlas nos descubren algo de nosotros mismos. Una imagen no es solo esa gama de grises o colores impresa en un papel o proyectada en una pantalla, siempre igual a sí misma, sino lo que despierta en cada mirada. En este sentido, las imágenes operan como espejos. Al mostraros algo del mundo exterior, nos revelan algo de nosotros mismos: en el afuera vemos adentro y, en casos excepcionales, algunas imágenes crean nuevas formas de ver. Al conmovernos, nos transforman.
Sin duda, “Madre e hija de Plaza Mayo” nació como un espejo: el dolor y la rabia que expresa la madre con el puño levantado son los mismos que sufre Adriana por la desaparición de Willy Moralli y en el grito de la pequeña, la fotógrafa identifica el desamparo que sufrió entre los seis y los once años, cuando su padre estuvo preso por haber intentado estafar al comercio donde laboraba. La cárcel del padre representó para Adriana el fin de la infancia. Su amigo Guillermo Saccomanno cuenta que durante los cinco años que el padre pasó en prisión fue “la nena más pobre de una escuela pobre […] infancia de una sola pieza con una madre sensible pero iracunda” […] “De alguna manera soy hija de mí misma”, afirma Adriana. En buena parte de sus trabajos posteriores ella buscará retratar –y entender a través de la fotografía– a esa madre desamparada con tres hijos a los que sostener y el marido ausente.
En 1979, un año después del secuestro de Willy y tres antes de tomar la foto “Madre e hija de Plaza mayo”, Adriana tomó su primer curso de fotografía y vio por primera vez la famosa fotografía “Madre migrante”, de Dorothea Lange “Fue un faro –dirá–, fue decisiva para mí en la elección de la fotografía como medio expresivo”. La imagen, tomada en 1936 en un campamento en Nipona, California, durante la Gran depresión, retrata a Florence Owens Thompson, una jornalera agrícola de 32 años que carga a un bebé con sus otros dos hijos abrazados a ella. Los cuatro personajes visten andrajos y están impregnados de polvo. Algunos han visto en el gesto de Florence la más absoluta desolación y resignación. Otros, la denuncia del capitalismo salvaje. Yo leo en ese rostro determinación: la voluntad inquebrantable de una madre de proteger a los hijos en la circunstancia más difícil. Quizá esté equivocado. Dorothea Lange, escribió que era una madre hambrienta y desesperada. Adriana califica la imagen “profunda e inagotable” […] “Nunca podrá ser abarcada en su totalidad”, dice el poeta chileno Raúl Zurita sobre la auténtica poesía. La frase aplica perfectamente para “Madre migrante” [...] “Y para siempre nos quedaremos sin respuesta, que no sea la misma foto”, diría el también poeta Rodolfo Alonso. Esa imagen, como “Madre e hija en Plaza de Mayo”, también retrata la ausencia masculina: ¿dónde está el padre de los pequeños?, pregunta. Y también es un espejo en el que Adriana revive la circunstancia que vivió su madre con lo hijos buscando su abrazo y el marido preso. “Durante mucho tiempo se decía que yo retrataba al universo femenino. Pero no es eso: retraté la constante ausencia de lo masculino –que no es lo mismo–. Este fue el eje de mi trabajo durante décadas”, explica Adriana. Pienso, sin embargo, que ese eje fue no tanto la búsqueda del padre ausente, sino de la madre. Madres adolescentes, Madres presas, Madres e hijas, son los títulos de tres de sus series más reconocidas.
Madre migrante, 1936 § DOROTHEA LANGE
En “Madre e hija de Plaza de Mayo”, la fotógrafa captura un acontecimiento clave de la historia de América Latina y se retrata a sí misma. Muchos años después del acontecimiento, Adriana supo por una de las madres que aparece en el segundo plano de la foto, que la niña lloraba porque quería un pañuelo blanco y que se calmó cuando su madre se lo puso. Lloraba porque quería participar. Tuvieron que pasar 34 años para que, en una casa de Villa Domínico, a unos cuantos minutos de la Plaza Alsina de Avellaneda, donde se tomó la foto, Adriana volviera a encontrase con la “madre” y la “hija” de Plaza de Mayo. Durante la entrevista, Mariela –la niña que entonces tenía tres años y ahora contaba 37– le explicó a la fotógrafa: “No entendía bien el concepto de justicia, pero sí que estábamos buscando a mi tío. El gesto de la foto lo hice porque viste que los chicos copian todo de los padres y yo la veía a mi mamá tan angustiada, concentrada en el reclamo, que yo tenía que hacer lo mismo, pensaba. ‘Con vida se los llevaron con vida los queremos’. Me acuerdo de ese canto [...] Yo era consciente de que la situación era angustiante, no era una fiesta. A pesar de mi corta edad, era consciente de lo que pasaba.
Para Rodrigo Moya
** Nota: La fuente principal para la redacción de este texto es el espléndido sitio www.adrianalestido.com.ar, donde se puede consultar una amplia hemerografía sobre el trabajo de la fotógrafa.
Juan Manuel Aurrecoechea es historiador y estudioso de la imagen, la caricatura, la historieta, la fotografía y el cine. Fue becario de la fundación Guggenheim en 2009. Actualmente dirige la catalogación de la colección de historieta mexicana de la Hemeroteca Nacional y es coordinador del sitio web www.pepines.unam.mx
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