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José Manuel Velasco

la paradoja andante


 

Molde, 2022. Collage manual, 18 x 24 cms § Cortesía de Alejandro Ferrín.
 

Usualmente cuando se teoriza sobre el acto de caminar, una y otra vez aparecen los mismos referentes, todos ellos muy viriles y librescos. No me dejarán mentir: casi siempre se cita a Stevenson, a Thoreau, a Hazlitt o algún otro romántico. No hay nada de malo en ello. Por el contrario, me parece una baraja espléndida de varones. Sin embargo, también creo que sus ideas y sus palabras surgieron en un contexto distinto (al menos al mío) y que, si bien mucho de lo que dicen estos autores es vigente, lo cierto es que tampoco me transmiten demasiado sobre la experiencia de caminar en ciudades latinoamericanas, mucho menos si la tuya es una ciudad de la provincia.

No sé tú, pero yo no crecí en Viena ni en Copenhague; lo hice en San Juan del Río y en Querétaro, dos ciudades industriales del bajío mexicano circundadas por bulevares, carreteras y avenidas. Tanto Querétaro como San Juan del Río, diría yo, son ciudades francamente antipeatonales, organizadas en beneficio del automovilista y, por lo tanto, en detrimento de quienes tienen (o quieren) desplazarse a pie. Así que, si le damos crédito a eso que dijo Nietzsche de que “todos los grandes pensamientos se conciben mientras se camina”, podemos suponer que el bajío mexicano no se caracteriza por sus grandes pensadores. Más bien, lo que nos llama en el bajío es el centro comercial, el futbol, los asados y —obviamente— los coches. 

     Estoy generalizando, claro. No descarto que el día de mañana surja un gran filósofo queretano; sin embargo, dudo que esto suceda mientras se impongan los autos y las avenidas, si los gobiernos nunca amplían las banquetas ni promueven el uso de la bicicleta. Sin un cambio drástico en las políticas de movilidad, solo proliferarán los Starbucks, los restaurantes buchones y los políticos que visten de chaleco y mocasines. 

Por esta y otras razones es necesario decir algo sobre la resistencia (deliberada, o circunstancial) de quienes caminan en urbanizaciones que le dan la espalda al peatón. Primero, porque son ellxs (y no lxs paseantes de ocasión), quienes conforman el núcleo duro de un colectivo anónimo que ha revindicado el poder de los pies y que —al hacerlo— ha preservado otros ritmos de convivio y desplazamiento. Segundo, porque gracias a ellxs (y no a lxs automovilistas), muchas ciudades aún conservan con vida lugares abiertos a la autodeterminación identitaria como tianguis, mercados y parques públicos; y tercero, porque en entornos urbanos secuestrados por lxs automovilistas, cualquiera que camine merece recibir al menos un gesto de reconocimiento, ya que es en los márgenes de a pie en donde las ciudades preservan sus rasgos más humanos. 


 

Río, 2024. Collage manual, 31 x 25.5 cms § Cortesía de Melisa Fuentes Kren.
 

Escritoras como Rebecca Solnit o Jane Jacobs han escrito al respecto. A su vez, hoy abundan colectivos de mujeres que caminan, alzan la voz y reclaman el derecho a desplazarse seguras por las calles. Como ejemplo, basta ver el trabajo realizado por la comunidad Transeúntas en ciudades como Querétaro y Guadalajara. No deja de resultar sintomático que, actualmente, sean precisamente las mujeres (quienes más padecen la violencia antipeatonal) las que han expresado con mayor rotundidad la opresión y el atropello sistemático a la cultura peatonal.

     Mientras esto sucede, en la dimensión paralela de la ensoñación literaria, muchxs seguimos hechizados por los textos de Benjamin y Thoreau. Lo cual, de nuevo, no me parece condenable, pero sí insuficiente. Lo advirtió hace tiempo Witold Gombrowicz al señalar eso de que a lxs latinoamericanos nos embruja el verbo de lxs europeos, y de que somos incapaces —salvo excepciones— de crear desde lo local. Supongo que nos gana el aspiracionismo y que, a la hora de la hora, nos parece más rentable hablar de flâneurs psicogeografías, en vez de lanzarnos a la aventura de intentar narrar o reflexionar a ras de suelo, desde nuestra realidad.


 

Gomas, 2022. Collage manual, 12 cms x 22 cms § Cortesía de Alejandro Ferrín.
 

Mi verdad, lo confieso, es que soy un cochista en rehabilitación, y que me he pasado la vida desplazándome en automóvil. Durante mi infancia y adolescencia siempre hubo algún adulto dispuesto a llevarme en auto de un sitio a otro. Siendo niño jamás utilicé el transporte público (salvo los taxis), tampoco tuve que caminar para ir a la escuela ni esperar el autobús. Al médico me llevaban en coche, a casa de los abuelos íbamos en coche y cuando viajábamos lo hacíamos en coche. Si salíamos a la calle, lxs adultos nos decían “mucho cuidado con los coches”. Lxs niñxs jugábamos con cochecitos, en la tele podías ganarte ¡un aaauuuuto! y con frecuencia oías que tal persona se había comprado una camioneta, o que en tal esquina habían inaugurado un car wash.

Así que, en buena medida, si vuelvo a Benjamin y Stevenson, es porque viví inmerso en esa “cultura” (más bien incultura) del coche. Sí, del coche o del carro, como prefieras llamarle, porque eso sí, carrazo ya era otra cosa. Carrazo era el de los calendarios, el de los futbolistas del América, el de las ferias de automovilismo y el que salía en la portada de la revista 4 Ruedas. Carrazo era el Porsche que te hacía comer el polvo en la carretera, el Mustang o el Beetle descapotable. Carrazo era (y sigue siendo) sinónimo de lujo, velocidad, fantasías eróticas, accidentes fatales y crisis de madurez.

     Podrás imaginar que, en medio de estas circunstancias, descubrí que caminar (¡solamente caminar!) era en sí mismo un acto de insubordinación y autonomía. No se requería un paseo kilométrico o una excursión al bosque; bastaba ir a pie al Oxxo o al Blockbuster para sembrar ese principio de sospecha que hacía que lxs adultos te preguntaran: ¿Por qué no mejor pides un taxi?, ¿Por qué no te llevas el coche?  Y aunque en incontables ocasiones —por pereza o indolencia— seguí “llevándome el coche”, el hecho es que había germinado en mí una consciencia del poder emancipador que trae consigo el acto de usar los pies para desplazarse.


Podrás imaginar que, en medio de estas circunstancias, descubrí que caminar (¡solamente caminar!) era en sí mismo un acto de insubordinación y autonomía.

     Con los años, al tiempo que aumentaba mi entusiasmo por las caminatas, paralelamente, también creció en mí la necesidad de visibilizar las fealdades del cochista. Porque estoy seguro de que manejar jamás contribuyó a hacer de mí una mejor persona; en todo caso me hizo más flojo, impaciente y desconsiderado. Creo que, si existiera algún arquetipo de la neurosis, este sería muy parecido a un automovilista: un tipo desconectado de la tierra, atado de pies y manos a pedales y palancas, listo para arremeter a insultos y bocinazos en contra de cualquiera que se interponga en su camino.

     Aunque no son la norma, también existen conductores prudentes y templados; sin embargo, rara vez son ellxs quienes imponen el tono del convivio entre quienes transitan por las calles y, más bien, pareciera que todo aquel que acumule una cantidad de horas suficientes detrás de un volante acabará, tarde o temprano, comportándose como un energúmeno. Pues si bien es cierto que no todxs lxs conductores desarrollan un carácter volátil y defensivo, el hecho es que casi todxs padecerán (cuando menos una vez) brotes esporádicos de ira y frustración.

Lo anterior lo digo con conocimiento de causa y, también, con la sospecha de que una buena parte de quienes leemos y citamos a Stevenson, a Thoreau y a Solnit, somos —antes que auténticos caminantes— cochistas encubiertos, paseadores ocasionales e intelectuales de sofá. De nuevo: nada de malo en esto. Me parece, más bien, que esta contradicción obedece a un deseo genuino de equilibrar un desbalance, ya que algo dentro de nosotrxs mismxs reconoce que —aunque seamos urbanitas y sedentarios— necesitamos volver a caminar para sentirnos bien

Por supuesto que no hablo de ese sentirse bien que promueve la cultura del wellness, sino de un sentirse bien mucho más elemental. Puesto que, en primer lugar, caminas por el mero placer de sentirte, de sentirte bien; es decir, de percibir con claridad el peso de tu cuerpo, la tensión de tus músculos y el latido de tu corazón. Sientes el viento que te refresca la cara, sientes el balanceo de las piernas, sientes cómo entra y sale el aire de tus pulmones y sientes (simplemente sientes), que la vida te recorre desde la cabeza hasta los pies. Lo de menos son tus sentimientos o tus ideas; lo fundamental es que caminas y que, sin demasiado esfuerzo, puedes ser consciente de ello, sin teorías ni pajas mentales. 


 

Izq. Capitalismo, 2024. Collage manual, 16.5 x 25 cms § Cortesía de Melisa Fuentes Kren.

Der. Propulsión. Collage manual, 15 x 19 cms § Cortesía de Alejandro Ferrín.


 

Lo sorprendente del asunto es que regularmente no tenemos el coraje de caminar, sentir o pensar por nosotrxs mismxs. Una y otra vez elegimos ir detrás de los pasos (y las ideas) que dieron otrxs. Y así, perdidos entre intelectualizaciones, se nos olvida hablar de lo que tenemos más a mano. Y muchas veces, lo que tenemos a la mano no son paseos bucólicos ni caminatas eruditas; más bien, lo que hay son esfuerzos salvajes por cruzar avenidas de cuatro carriles, son coladeras rotas en calles mal iluminadas; lo que hay son ciudades y calles sucias en las que solo los hombres pueden caminar seguros; son microbuses, combis atestadas, taxis, Ubers y Google Maps; lo que hay son cochistas furiosos, ciclistas que se juegan la vida y tramos enteros de la ciudad borrados enteramente para quienes pretenden moverse a pie.

     Escribo, claro, desde el privilegio (como algunxs han tenido la cortesía de recordarme, enunciando su advertencia como un coscorrón aleccionador). Una fórmula —desde el privilegio— que muchas veces se repite como consigna de partido para anular a cualquiera que no encaje con los propios prejuicios; también, utilizada legítimamente para demarcarse de quienes históricamente han oprimido y abusado de lxs más vulnerables; pero, sobre todo, empleada a mansalva para darse baños de integridad civil y eludir la responsabilidad que tenemos todxs —todxs sin excepción— de construir sociedades más amables y fraternas.

Lo sorprendente del asunto es que regularmente no tenemos el coraje de caminar, sentir o pensar por nosotrxs mismxs. Una y otra vez elegimos ir detrás de los pasos (y las ideas) que dieron otrxs.

¿Disponer de la alternativa de moverse en auto es un privilegio? Sin duda. Leer a Thoreau, a Solnit y demás, también. Pero el mayor privilegio es el privilegio de pensar (y caminar) por unx mismx, y ese —que no discrimina entre géneros ni sectores sociales— es el primero al que muchxs renuncian por temor a descubrir sus propias contradicciones. Por el miedo a constatar que unx puede ser hijx de estos tiempos (precipitado, voraz y descontento), y que, al mismo tiempo, también es posible echar a andar en otra dirección, contraria a la prisa, a la desesperanza y el consumismo. 

Porque lo verdaderamente trágico es que, si nos cortan los pies, si no tenemos en donde echar raíces, lo que nos queda ya no son ciudades ni lugares habitables; es una plantilla anónima de circuitos por los que solo transitan máquinas a alta velocidad. Frente a este escenario, ningún libro ni ningún autor, por más brillantes y acertadas que sean sus frases, podrá enseñarnos cómo vivir. Ante la dictadura cochista, a cada quien le toca aventurarse para abrir caminos y andares que estén al margen de la lógica utilitaria que rige a las ciudades. 


 

Canción, 2024. Collage manual, 12 x 16.5 cms § Cortesía de Melisa Fuentes Kren.
 

Caminar —escribe Frédéric Gros— es ponerse a un lado: “al margen de los que trabajan, al margen de las carreteras de alta velocidad, al margen de los productores de provecho y de miseria, de los explotadores y los laboriosos, al margen de la gente seria que siempre tiene algo mejor que hacer que acoger el tenue resplandor del sol en invierno o el frescor de la brisa de primavera”. 

Así pues, caminar es también dejar los libros a un lado, suspender las teorías y las interpretaciones. Es volver a la sabiduría de los pies y de la tierra: a la realidad de las plantas que crecen en las grietas del asfalto, a la luz de las flores, a la fuerza intemporal de los cerros y a la sensación de habitar un cuerpo que tiembla y se conmueve. 

Caminar es darse cuenta de que casi siempre nos estamos desviando y de que los caminos rara vez se recorren en línea recta. Y que, si insistes en caminar, es quizá porque has pasado demasiado tiempo encerradx en autobuses y automóviles e intuyes que debajo del ruido permanece un mundo abierto, libre de etiquetas y propósitos: un mundo en el que aún es posible entregarse al divague y a la contemplación. 



 

José Manuel Velasco es bibliotecario y gestor cultural. Editó la antología Viajes al país del silencio, editada por Gris Tormenta y ha colaborado en medios como Nexos, Tierra Adentro, la Ciudad de Frente y la revista Chilango. 


Alejandro Ferrín (@pescayletras) y Melisa Fuentes Kren (@fuenteskren)  son miembros de la Sociedad Argentina de Collage (@sa_collage). Sus obras abarcan el collage manual y la técnica mixta. Actualmente residen en Buenos Aires.


 

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