La biblioteca es un lugar donde el gesto social de escuchar adquiere su sentido pleno. Con facilidad olvidamos que “decir” sólo adquiere sentido cuando alguien escucha, y que escuchar es una manera de interactuar con otras personas, no simplemente una cuestión de recepción pasiva. Añado, para mí escuchar es tal vez la tarea más interesante del oficio bibliotecario.
Mi deseo de vivir la experiencia de la biblioteca pública para niños y jóvenes nació en la calle. Paseando con un amigo descubría París. Venía de mi provincia, de Poitiers, y todo me parecía interesante. Me encantaba el Barrio Latino, tan lleno de vida. A través de una ventana iluminada presencié una escena que me marcó: un grupo de niños, en una gran sala llena de luz, muy ocupados en sus asuntos. Me sorprendió porque no se parecía a una clase ni a un centro de recreación. No había grupos establecidos y los dos adultos presentes no vigilaban a los niños. Simplemente estaban disponibles para escucharlos y hablar con ellos. Quedé completamente seducida y al día siguiente volví. Quería saber todo sobre este lugar sorprendente. Las dos bibliotecarias, Marguerite Gruny y Mathilde Leriche, se tomaron el tiempo de explicarme en detalle de qué se trataba: ayudar a los niños a vivir personalmente su camino de lector; acompañados y escuchados en la biblioteca, los niños descubrían una vida social inusual. Esto me apasionó y de inmediato tomé la decisión: sería bibliotecaria infantil. Viendo mi entusiasmo, me ofrecieron una larga pasantía. Vi cómo la escucha de unos y otros ocupaba un lugar central en la biblioteca.
Con esta primera experiencia sentí que la escucha del otro podía alimentarme, que sin esta escucha no podría vivir mi oficio: escucho y soy escuchada.
Así lo practicamos en La Petite Bibliothèque Ronde, ya no en el centro de París sino en uno de sus suburbios, en Clamart. En los años sesenta, cuando los niños de este barrio popular descubrían la biblioteca, se sorprendían con el recibimiento muy diferente de lo que vivían en las escuelas tradicionales. En la biblioteca, nos dirigíamos a ellos personalmente: eran escuchados y reconocidos en un encuentro personal que los invitaba a expresarse, a decir lo que les gustaba, lo que buscaban, a compartir sus curiosidades. No había tema tabú. Este diálogo nos ayudaba a aconsejarlos eficazmente. Un día, un niño me dijo: “me gusta la biblioteca, porque los bibliotecarios están siempre de pie". Para él eso significaba que estaban disponibles. Los niños estaban en el centro, los bibliotecarios no dudaban en responder en cualquier momento, ya fuera para acompañar a un niño o simplemente para compartir una historia. Lo más importante es que se preocupaban por escucharlos.
Cuando se trataba de ayudarlos a encontrar los libros que les podrían llegar o que les interesaban, la necesidad del diálogo era evidente. Debíamos conocer sus gustos: lo que les apasionaba para así convocar su inteligencia y darles el gusto de conocer. No éramos distribuidores de documentos. No éramos simples cajeras que registraban libros. Para nosotras lo importante era, y sigue siendo, despertar el gusto y el deseo de leer. Ser escuchados era un signo de consideración que los niños apreciaban. Si lo necesitaban, nos acercamos a los estantes de los libros y allí, los aconsejábamos. La delicada y difícil tarea de transmitirles el carácter único de los libros que les estábamos proponiendo era nuestra responsabilidad. Conversar así, tomándonos el tiempo, nos acercaba de manera espléndida a los niños, pero también a las personas que los rodeaban: a los padres, a los abuelos. Charlábamos de manera natural sobre temas o experiencias recientes. Escuchándose unos a otros, surgía una cultura familiar que cada uno disfrutaba. Esta encantadora forma de estar juntos estaba bien presente en la biblioteca.
¿Qué ocurría con los niños y jóvenes que no se atrevían a cruzar la puerta de la biblioteca? ¿Nos preguntábamos cómo llegar a ellos para que pudieran, de la mejor manera, disfrutar de la riqueza de la biblioteca y encontrar su lugar? La biblioteca salía entonces a la calle. Íbamos a buscarlos en las calles o plazas del barrio, con nuestros cestos llenos de libros. Los niños y los jóvenes esperaban nuestra llegada. No habíamos terminado de instalar los libros, y ya estaban listos para escucharnos leer en voz alta álbumes que descubrían con gran interés. Por mucho que nos costara, nos esforzábamos por mantener una regularidad. La lluvia y la nieve nos obligaban incluso a ir de puerta en puerta, esos momentos exigían también tomarse el tiempo de dialogar. Una de las riquezas del trabajo realizado en Clamart era, justamente, elegir estar ahí donde no se nos esperaba: en la calle, en las casas, hablando con todas las personas. Privilegiando la sorpresa, lo inesperado y, sobre todo, el asombro.
En mi vida de bibliotecaria, escuchar me ha permitido descubrir la riqueza de muchas personas, independientemente de su condición social. Escuchar a los que no han tenido voz, a los excluidos de nuestras sociedades, representa, a mi entender, un deber de la biblioteca, una cuestión de justicia. Las personas olvidadas aprecian y necesitan tener la palabra. Escucharlas es también una tarea central de nuestro oficio.
Al respecto me gusta evocar la personalidad de una bibliotecaria que me enseñó mucho. A los 22 años, viajé a Estados Unidos por dos años gracias a una beca Fulbright. El lugar que elegí para mi estadía fue la prestigiosa Biblioteca Pública de Nueva York y allí conocí a una bibliotecaria llamada Emma Cohn. Ella trabajaba en el Bronx, un barrio de mala reputación según me daban a entender los taxistas que dudaban en llevarme. Allí Emma estaba a cargo de una biblioteca para adolescentes. Parecía un trabajo especialmente difícil y ella había aceptado esta misión de la Biblioteca Pública de Nueva York.
Gracias a ella descubrí la mejor manera de dar vida a una biblioteca. Emma estaba interesada en todo y amaba su barrio y su gente. Pedía a los jóvenes que le hicieran conocer lo que, para ellos, era interesante en el barrio. Escuchados, estos jóvenes se sentían reconocidos y respetados. Supo así que una de esas personas importantes para ellos era el peluquero, porque tenía tiempo para escuchar y conversar. Era un verdadero “agente cultural” que encontró sin dificultad su lugar en la biblioteca. Fue invitado a encontrarse con los jóvenes. Participar, escuchar a unos y otros en estos encuentros, le permitían comprender cuáles eran los temas y los intereses que podían reunirlos. La biblioteca se convertía así en un lugar de vida.
En mi infancia tuve una experiencia similar gracias a un zapatero. Esta no se relaciona directamente con las bibliotecas, pero se trata igualmente del placer de escuchar. Vivíamos en una calle modesta del viejo Poitiers. Este zapatero vivía en una pequeña choza de madera, en lo alto de la calle. Solíamos pasar tardes enteras escuchándolo y lo disfrutábamos enormemente. Hablarnos no le impedía trabajar, seguir usando su martillo, para plantar clavos en suelas viejas. Estaba atento a todo lo que pasaba en el barrio y nos lo contaba. Era como la gaceta del barrio. Era la guerra y estábamos en zona ocupada. Su calle daba un anexo del cuartel y de su taller veíamos el desfile ridículo del cambio regular de centinela, a paso de ganso. Nos divertía el espectáculo y con él nos burlábamos. Con un ojo en la calle, nuestro amigo zapatero podía decir quién, aparentemente, mostraba o no simpatía por los ocupantes. Nos gustaba escucharlo cuando nos hablaba de la “Niña Delvard” que no paraba de insultar, en alemán, a los soldados que pasaban. "Una gran colaboradora" se decía con ironía de ella. Solo al final de la guerra conocimos su historia. Una vida de artista, fuera de lo común; una celebridad en Alemania y en Viena. La palabra de este zapatero nos fascinaba, no es difícil entender por qué su hijo se convirtió, años más tarde, en periodista.
En Clamart nos preocupábamos por generar encuentros e intercambios. La biblioteca no “acogía grupos”, en ella se daba la bienvenida a personas con sus preguntas, con sus deseos de saber.
Sabíamos que nuestra capacidad de escuchar evidenciaba un verdadero respeto por los niños y jóvenes. Era una disponibilidad que propiciaba el diálogo y les permitía encontrar ahí un lugar. Esto los animaba a ir más lejos. Se volvían aún más curiosos y sentían una verdadera sed de aprender, luego se convertían en lectores. La palabra, en sus diversas formas, los había alcanzado, los conmovía. Una joven bibliotecaria que hacía sus prácticas con nosotros lo expresó a su manera. La biblioteca tiene alma, me dijo. Hablaba de nuestra preocupación por despertar la inteligencia y motivar el pensamiento.
Para estimular la curiosidad de niños y jóvenes, la biblioteca invitaba a personas que se complacían en dar a conocer sus experiencias reales . Los niños se interesaban profundamente en la prehistoria, sabíamos que algunos querían saber todo sobre los dinosaurios. Fue así que convenimos en invitar a un paleontólogo del Museo de Historia Natural de París, que supo escucharlos y hablarles con franqueza. Estaba realmente conmovido por la inteligencia de los niños, me decía lo bueno que era para él escucharlos, pues sus ingenuas preguntas se referían a lo esencial.
Mi padre, que también era paleontólogo, fue otro de nuestros invitados. Se conmovió con las preguntas de los niños y supo llegarles cuando recordó el entusiasmo de los primeros hombres cuando vieron, por primera vez, brotar una chispa al frotar dos piedras de sílex. Los niños lo escucharon con pasión. Una niña vino al final y le preguntó: señor, ¿usted por qué sabe tanto? Él le respondió, porque soy curioso, y la invitó a ser tan curiosa como él.
La biblioteca es un lugar donde se escucha. Se escuchan las historias que nos entregan los libros, se escucha a las personas de todas las edades que vienen a descubrirlas. Incluso se escuchan a los que en la calle no se atreven a entrar en la biblioteca. Sin esta disposición, no hay diálogo posible. El “decir” es solo una parte y, con mucha facilidad, tiende a convertirse en simple monólogo. Lo que la escucha nos aporta es la apertura a la conversación, a un diálogo en el que creamos y recreamos las posibilidades de “tener mucho para decirnos”.
Es precisamente este aspecto el que me hizo elegir el oficio de bibliotecaria, que nunca me ha decepcionado.
** Edición y traducción de Pilar López Bejarano
Geneviève Patte (Francia, 1936). Se formó como bibliotecaria en Francia, Munich y Nueva York; se especializó en literatura infantil y ha sido asesora de varios proyectos internacionales de fomento de la lectura. Dirigió durante 35 años la asociación La Joie par les Livres, responsable de la creación de la Revue des Livres pour Enfants, que contribuyó al desarrollo de las bibliotecas para niños y jóvenes en Francia. A solicitud de algunos organismos internacionales, organizó los primeros seminarios internacionales sobre bibliotecas para niños y jóvenes en las regiones en desarrollo (Leipzig, 1981; Caen, 1990; Bangkok, 1999). Ha sido nominada al premio Astrid Lindgren. Ha publicado numerosos libros, entre ellos Déjenlos leer. Los niños y las bibliotecas (2008) y ¿Qué los hace leer así? Los niños, la lectura y las bibliotecas (2011), ambos publicados por en Fondo de Cultura Económica.
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