Alain Corbin (1936) es un historiador francés que en 1994 publica Les Cloches de la Terre (traducido al inglés en 1998 como Village Bells), en donde hace un recorrido de la cultura campanaria y su declive entre la Revolución Francesa y el inicio de la Primera Guerra Mundial. En trescientas páginas (más otras cien de notas y fuentes), Corbin construye un relato de, entre otras cosas, la extraordinaria polisemia que puede tener el sonido de una campana desde tiempo inmemorial.
Su uso más conocido, evidentemente (el único quizá que hoy se identifique), era el religioso, que daba solemnidad a los rituales. Las campanas anunciaban o simbolizaban, por ejemplo: el ángelus matutino (que representaba la anunciación, encarnación y resurrección), el de mediodía (ascensión) y el nocturno (pasión y muerte de Cristo y fin del tiempo), que se hacían escuchar todos los días del año; misas, bautizos, bodas; domingos, días festivos y efemérides; acompañamiento de las procesiones; oración a Dios, acción de gracias; vísperas de domingo, fiestas patronales, cuaresma, días o períodos de penitencia; Pascua, Todos Santos, Adviento, Navidad; funeral o procesión funeraria; visita de obispo o vicario (o su regreso si estuvo ausente más de unas semanas). Servían también para despertar a los fieles, para invitarlos a las celebraciones, para invocar silencio, para que dejaran sus labores y se dirigieran a la iglesia, para indicar qué partes de la misa estaban sucediendo, para marcar el ritmo de lectura del libro de oraciones, para pedir a la comunidad no olvidarse de las almas en el purgatorio, para moralizar la noche, para llamar a otros campaneros a tocar las campanas mayores, etcétera.
El uso secular, para celebrar o informar. Por ejemplo para indicar días festivos y efemérides no religiosas, el inicio del toque de queda, el solsticio de invierno, el cierre de las tabernas, la hora de recogimiento, que marcaba un orden moral, el cierre de las puertas de la ciudad o para mandar una señal de alarma, no solo a los habitantes del pueblo, también, a veces, a comunidades circundantes. Las llamadas campanas de honor, cuando se recibía un visitante distinguido, la apertura de los colegios electorales, la toma el poder del nuevo alcalde, reuniones del consejo municipal, lectura de los decretos oficiales, la llegada del recolector de impuestos, la llegada de una epidemia, campañas de vacunación, torturas o ejecuciones, eventos históricos, como el nacimiento de un monarca, el inicio o el fin de una guerra, la congregación de las tropas, el regreso o el paso de las tropas, la firma de tratados de paz o la victoria en una batalla.
Uso cotidiano, que sostenía la arquitectura de la vida cotidiana sin impresos, relojes ni correo. Las campanas marcaban, por ejemplo, la salida y la puesta del sol, la hora de dormir y la de despertar, los ritmos cotidianos de la vida en el campo: el inicio, punto medio (almuerzo) y final de la jornada laboral, la entrada de los niños a la escuela, las horas del día, la apertura de las ferias o mercados, la partida y el regreso de los rebaños a la montaña, el inicio de la cosecha y la vendimia, incendios, inundaciones y naufragios, la llegada de forasteros al pueblo. Nacimientos, adopciones, agonía y muerte (según la edad del fallecido era la campana que se usaba), enfermedad o agonía del párroco y períodos largos de duelo (de hasta un año).
Uso geográfico, que daba una noción de identidad, de pertenencia a un territorio específico y a una sociedad. Las campanas expresaban un localismo; una demarcación que podía cubrirse a pie y que generalmente marcaba los límites del mundo conocido (un adentro y un afuera). Ayudaba al viajero perdido: las campanas funcionaban como faro auditivo, por ejemplo, cuando el mal tiempo (niebla, lluvia, tormenta, nieve —en el campo, la montaña o el mar) le impedían orientarse a su regreso: hasta doce horas al día se tocaban en casos extremos. O cuando el emperador pasaba por —o cerca de— una comuna: para ir indicando su recorrido a través de una geografía política.
Uso simbólico, una recarga sagrada del espacio. Para llamar a Dios, para invitar a los ángeles a la tierra, para ahuyentar malas influencias en los períodos de mayor devoción religiosa (a los demonios les horroriza el sonido de las campanas), para proteger a la comunidad de cualquier amenaza, para purificar los pensamientos, para detener plagas y enfermedades, para purificar el aire, para proteger el pueblo por las noches, para facilitar el pasaje de las almas de la tierra al cielo cuando mueren, etcétera. O para prevenir el mal clima —una especie de exorcismo meteorológico—: para desviar o detener el avance inminente de tempestades, desintegrar nubes, alejar relámpagos, prevenir heladas en campos y huertas, derretir heladas que ya han caído —y muchas más creencias de este tipo.
Cada uno de estos usos y mensajes se tocaba de manera distinta para que pudiera distinguirse con claridad y evitar confusiones. La hora en que se tocaba, su duración y ritmo (lento o rápido, regular o irregular, sombrío o lúdico, etcétera) eran componentes esenciales de cada uno de esos códigos. Y por supuesto el tono que deliberadamente se imprimía al sonido según las intenciones del mensaje y campanero (festivo, dramático, luctuoso, burlón; de alarma, de protesta, de llamado, etcétera). No solo eso, sino que ese lenguaje campanario podía cambiar de un pueblo a otro sin importar que tan cerca o lejos estuviera. «La noción de que el toque de campanas era una necesidad engendró hábitos de escucha intensa», dice Corbin, pues marcaba los ritmos y hábitos de la vida de los pueblos, sus jerarquías y retóricas. En una sociedad dominada por el rumor, la campana representaba autoridad y verdad. Era el medio de comunicación más importante, pero funcionaba también, como lo señala más de una vez, como componente esencial de la estetización de la vida cotidiana. Este conjunto de funciones fue construyendo un fanatismo de los habitantes por sus campanas, acumulado a lo largo de siglos hasta el XIX, que marcó el principio del fin.
Corbin cita un pasaje de Les églises gothiques, de Jean Philippe Schmit, escrito en 1837, cuando las campañas de secularización de la vida cotidiana (y de abolición de «creencias medievales») estaban ya en marcha: «Los campanarios actuales de nuestras iglesias no pueden darnos ni una lejana idea de lo que solían ser en otros tiempos, a veces compuestos por doce o hasta dieciocho campanas. Cuando sonaban al unísono, la reverberación agitaba el aire de manera tan violenta que aquellos que las escuchaban sufrían una especie de vértigo, y desviaba las mentes de todas las preocupaciones extrañas. Podría decirse que la conmoción producida por esta singular música, comparable a una composición poética cuyas sílabas sueltas se dejaran a las mil combinaciones del azar, establecía una especie de corriente magnética que nos atraía al templo sagrado a pesar de nosotros mismos». La llegada de otros medios de comunicación e información —como el correo, periódicos, carteles— significó la gradual desaparición del uso de campanas como medio de transmisión de mensajes, usado desde tiempo inmemorial. El silencio de las campanas, significado entonces de «derrota, humillación, sacrilegio, plaga o prohibición», se convirtió gradualmente en la norma.
Hacia el final del libro, Corbin se pregunta por qué era tan importante esa cultura campanaria para los pueblos. Cita, entre otros, a Maurice Barrès, quien postula cómo la sonoridad de las campanas convocaba «las fuerzas más profundas», animaba una «conciencia oscura» y ayudaba a «disipar la profunda ansiedad» que emana de «los abismos de una vida preconsciente».
Les Cloches de la Terre no está traducido al español. De la vasta obra de Corbin (de 1975 hasta hoy, en especial su serie sobre la historia de las emociones, o de las sensibilidades, con evidente relevancia universal) se han traducido solamente dos títulos: El perfume o el miasma: el olfato y lo imaginario social (Fondo de Cultura Económica) e Historia del silencio (Acantilado) —aunque también pueden encontrarse algunas traducciones de antologías donde participa como coordinador.
The ringers of Launcells Tower, Friederick Smallfield
Jacobo Zanella (Guanajuato, 1976) es editor y escritor. Desde hace algunos años, junto a Mauricio Sánchez, dirige Gris Tormenta, editorial dedicada al ensayo literario.
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