Hubo un tiempo en el que en cada hogar había un diccionario. Eran parte de los libros que uno adquiría para ir a la escuela. Sin embargo esos utensilios básicos para aprender a leer y escribir paradójicamente nunca se leían. Libros para ser consultados, no leídos. Pero los diccionarios pueden también ser objetos de lectura, por cierto, muy placentera y estimulante.
Por eso hemos querido conversar con un amigo poeta, ensayista, y lexicógrafo. Pancho, como lo llamamos los amigos, lleva más de 30 años metido en la cocina del Diccionario del español de México. Como él sabe, los diccionarios no sólo requieren un tiempo infinito para ser elaborados. También pueden ser leídos y releídos infinitamente.
¿Cómo debemos acercarnos a leer el diccionario?
Bueno, eso depende del tipo de diccionario que tengas en las manos. Porque no es lo mismo leer un diccionario bilingüe que leer el Diccionario Crítico-Etimológico de Joan Corominas. Pero supongo que tu pregunta se refiere a los diccionarios más comunes, los diccionarios de lengua general, que no son libros como los otros ni se leen como ellos. Por lo general, uno acude a los diccionarios para resolver una duda puntual y busca una respuesta rápida y sencilla; y así, más que de veras leerse, los diccionarios simplemente se consultan. También las enciclopedias se consultan, es cierto, pero su lectura suele tomar más tiempo.
¿Eso es todo? ¿Lo que distingue a las enciclopedias de los diccionarios es, simplemente, el tiempo de lectura?
No, claro que no. Eso es sólo el resultado de una diferencia de fondo, pero bien importante. Porque, si te fijas bien, verás que las enciclopedias no definen palabras sino que más bien exponen temas. O, dicho de otro modo, que las enciclopedias tratan de las cosas, mientras que los diccionarios tratan de las palabras. Por ponerte un ejemplo: las enciclopedias responden a la pregunta “¿Qué es un gato?”, mientras que los diccionarios responden a la pregunta “¿Qué significa la palabra gato?". Es una diferencia fundamental, según nos mostró Josette Rey-Devobe, y tras ella muchos lingüistas y antropólogos, como Luis Fernando Lara y Dan Sperber.
¿O sea que no es el mismo gato el que aparece en el diccionario y el que aparece en la enciclopedia?
No, no son el mismo. El de la enciclopedia es un mamífero carnívoro de la familia de los félidos, clasificado taxonómicamente como Felis catus. Eso le basta a la enciclopedia. Pero esa definición no contempla los rasgos que a la lengua, en cambio, le parecen importantes y sobre los cuales de inmediato se pone a hacer metáforas, como el brillo de los ojos (lo que nos lleva a decir que alguien tiene ojos de gato), ni que es enemigo mortal de los perros (y por eso decimos que dos personas se llevan como perros y gatos). Se trata aquí de valoraciones culturales, y éstas pueden variar de lengua en lengua, cosa que no ocurre con la definición enciclopédica, que pretende tener la objetividad de las ciencias y estar libre de valoraciones particulares. Por eso se puede traducir sin merma una enciclopedia y, en cambio, la traducción de un diccionario sólo tendrá sentido para los especialistas, o para esos maniacos obsesivos que, en vez de sólo consultar los diccionarios, los leen.
Pero los diccionarios también dicen que el gato es un mamífero carnívoro…
Sí, tienes razón. Y eso es un problema, una especie de concesión tácita que refleja bien el punto de la historia en el que nos encontramos, donde el conocimiento científico permea ya muy hondo nuestra cultura. Y lo hace hasta tal punto que la última edición del Diccionario de uso del español le enmienda la plana a su autora, María Moliner, y la hace decir cosas que ella ni remotamente hubiera dicho, si estuviese viva. El caso es que ella, por ejemplo, definía las dos acepciones principales de día más o menos como:
1) tiempo comprendido entre la salida y la puesta del sol;
2) tiempo que tarda el sol en volver al mismo punto del cielo.
“¡Pero ¿cómo que el sol sale, se pone, vuelve —se dijeron escandalizados los nuevos editores—, si todos sabemos que es la Tierra la que gira alrededor del Sol, y no al revés?!”. Científicamente, eso es verdad, sin duda. Pero la lengua no es corpenicana; en ella seguimos diciendo que “el sol sale”, que “el sol llega al cenit”, que “el sol se pone”. Para la lengua, sigue siendo el Sol el que se mueve, el que recorre el cielo. Y en eso claro que tenía razón doña María. Ella sí tenía conciencia de estar haciendo un diccionario de lengua, no una enciclopedia, como ahora hacen sus correctores, creyendo que le corrigen un error.
Antes dijiste que la enciclopedia no puede aceptar las metáforas que hace la lengua sobre el gato. Pero ¿define el diccionario las metáforas?
¡No, claro que no! ¡Sería imposible, sería infinito! Lo que quise decir es que toda lengua es como una máquina de hacer metáforas, y que todos estamos todo el tiempo haciéndolas, pero algunas de ellas se imponen en el uso hasta tal punto que ya no notamos que se trata de metáforas. Por ejemplo, cuando hoy hablamos de las hojas de un libro, ya no sentimos que se llaman hojas por analogía con las hojas de los árboles. A este olvido los lingüistas lo llaman lexicalización. Se trata del proceso por el cual una metáfora deja de serlo para convertirse en una acepción, o en una nueva palabra. Pero debo decir que las cosas no siempre son muy claras. A veces las metáforas parecen estar en vías de lexicalizarse, aunque todavía no, aún no del todo… A veces es difícil determinar si una metáfora ya se ha convertido en una acepción, o todavía no.
arco
1. s.m. Arma para disparar
porciones de circunferencias
tangentes entre sí.
¿Y no ocurre lo contrario, que una acepción se deslexicalice y vuelva a ser una metáfora?
¡Ah, qué buena idea!... Y aquel que la deslexicalizase sería un gran deslexicalizador… Me hace pensar en Borges cuando, hablando en un poema del río Támesis, creo, dice que es otro de los nombres del agua. No es exactamente lo mismo, pero por ahí va… La poesía puede lograr eso, claro, puede revivir la metáfora inicial, aunque los poemas, como las metáforas en general, quedan más allá de lo que puede definir el diccionario. Pero déjame decirte que, si el diccionario no puede darte eso, quizá pueda darte otra cosa a cambio: una manera en que las palabras significan algo más de lo que comúnmente significan. Por ejemplo, cuando digo que una canción a ti te viene como anillo al dedo. No es que de veras la canción se acomode exactamente a tu dedo, cosa absurda; lo que esta expresión significa es que es ideal para ti, que la cantarás bien, que es exactamente de tu estilo, que parece hecha ex profeso para ti… Esta clase de locuciones significan algo más que lo que dice la suma de sus palabras. Son también metáforas que se han lexicalizado, y por eso pueden entrar al diccionario… Eso me recuerda la pifia de un traductor que se encontró con una de esas locuciones en el título de una obra de teatro de Thornton Wider, The Skin of Our Teeth, pero no se dio cuenta de que se trataba de la locución inglesa by the skin of my teeth. La expresión proviene a su vez de un error de traducción en la Biblia del rey Jacobo, pero lo que ahora importa no es eso sino que en inglés la expresión dio en significar algo así como “por un pelito” (otra locución). El traductor no entendió que ese conjunto de palabras significaba algo distinto que la suma de lo que cada una de ellas decía por separado y tradujo la expresión como si cada palabra valiera lo que vale por sí misma. ¿El resultado? Ya te lo imaginas: La piel de nuestros dientes. Es un nombre absurdo, ridículo, que en español ni remite a la Biblia ni significa nada, pero la obra todavía se conoce con ese título.
¿Qué cosas, aparte de las metáforas, no pueden entrar al diccionario?
Eso depende de qué tan estricto sea el diccionario. Los más desparpajados incluyen, además de palabras y locuciones, dichos y refranes, y hasta meros juegos de palabras. No falta quien lo celebre, pues en ellos se ve reflejada su cultura, su modo de ser, pero a mí me parece una celebración hecha demasiado a la ligera. Metodológicamente, no se justifica incluir dichos, refranes y juegos de palabras en un diccionario de lengua. Irían bien, quizás, en un diccionario como el último que hizo Alain Rey, un diccionario cultural, donde “se explica” la procedencia de algunas expresiones según la historia y la cultura del pueblo que las usa. Pero un diccionario cultural de este tipo, que tiene algo de enciclopédico y algo de etimológico, no es lo mismo que un diccionario de lengua. Y, para el caso, también existen los diccionarios de dichos y refranes, como cosa aparte de los diccionarios de lengua.
Dices que unos diccionarios hacen una cosa y otros hacen otra cosa. ¿Cuántas clases de diccionarios hay?
¡Uy, no lo sé! Hay libros que se llaman diccionarios simplemente porque organizan su material bajo encabezados que se ordenan alfabéticamente. Porque ése es uno de los grandes inventos de los diccionarios (y yo diría que de la humanidad): no ya el alfabeto mismo, sino el orden alfabético. No creas que es un arreglo obvio y evidente. Todo lo contrario: es completamente arbitrario y absolutamente convencional. Sin embargo, los lexicógrafos tardaron siglos en dar con él. Los primeros diccionarios se organizaban por temas: aquí va todo lo relacionado con la carpintería, aquí lo que concierne a la labranza, más allá las matemáticas, la medicina, etcétera… Pero ahí tienes ya otras clases de diccionario: el mero vocabulario y el diccionario especializado. Hay más: el bilingüe, el de ortografía, etcétera. Hay también diccionarios diferenciales, como el que acaba de publicar la Academia Mexicana de la Lengua, el Diccionario de mexicanismos propios y compartidos, o cualquiera de los muchos diccionarios de regionalismos que hay en México, que consignan sólo lo que no registra el gran diccionario del que dependen, en este caso el de la Academia Española. Y hay también los integrales, como el Diccionario integral del español de la Argentina, que sigue los pasos del Diccionario del español de México y, como él, se anima a registrar toda la lengua que se habla en su región, tanto la que consta en el diccionario académico como la que no. Son diccionarios que no se escriben bajo la égida de la Academia Española de la Lengua.
Pero a mí, unos diccionarios que me interesan en particular son los llamados onomasiológicos o “de ideas afines”; y me interesan porque son lo contrario de los diccionarios normales. En vez de ir “de la palabra a la idea” (diccionario semasiológico), van “de la idea a la palabra” (diccionario onomasiológico), como dice uno de ellos, el Diccionario ideológico de Casares. Funciona así. Digamos que yo no conozco la palabra que designa el pestillo de una puerta, pero quiero referirme a él; lo que hago entonces es ir a ese diccionario y buscar puerta. Bajo puerta hallaré todas las palabras relacionadas con las puertas, como muro, vano, jamba, cerradura y… ¡pestillo! Casares dice que su diccionario es ideológico porque se construye siguiendo un orden particular, casi diría personal, nada objetivo; así, digamos (no lo recuerdo exactamente), el pestillo va en la cerradura, la cerradura va en la puerta, la puerta en el muro, el muro en el edificio, el edificio en la arquitectura, la arquitectura en las profesiones, las profesiones en lo humano, y así hasta llegar… a Dios. Pero pudo haber tomado otro camino y, en vez de pasar del edificio a la arquitectura, pasar a la albañilería, y de la albañilería a los ladrillos, y luego al barro, a la tierra… Pudo elegir otro camino, pues, pero eligió el que vemos, y es eso lo que lo vuelve ideológico… En fin... Los famosos “catálogos” del diccionario de María Moliner también tienen esta intención onomasiológica —y es una suerte que los editores más recientes hayan decidido conservar siquiera eso de su diccionario original—, pero ella, que era más liberal que don Julio Casares, no pone a Dios en la cumbre sino al Ser. Aquí se ve cómo un diccionario puede revelar una idea del mundo.
Es algo que no vemos con sólo consultar el diccionario.
No, claro. Para ver eso hay que leer el diccionario, no sólo consultarlo. Pero, si te animas a hacerlo, verás que un diccionario es siempre una obra fascinante, que puede leerse casi como una obra metafísica, porque nos entrega una imagen del mundo que quiere ser completa y autosuficiente; o al menos tan completa y autosuficiente como la lengua que en él se recoge. Pero no vayamos tan lejos. Un diccionario es, más modestamente, eso que dio título al primer diccionario propiamente dicho que se escribió en Europa, el de Sebastián de Covarrubias, que lo llamó Tesoro de la lengua castellana o española. Porque se trata en efecto de un tesoro: el de la memoria colectiva de una comunidad de hablantes. Con sus aciertos y sus yerros, o eso que nosotros hoy vemos como yerros. Porque, por ejemplo, Covarrubias decía que la letra a es la primera de todos los alfabetos (a en latín, alfa en griego, álef en hebreo); es la primera, argumentaba, porque los niños, al nacer, lo primero que dicen siempre es ah; pero que conste, los niños, no las niñas, porque ellas, como son más débiles, dicen eh… Ningún diccionario moderno se atrevería a repetir este disparate, pero a algunos estos disparates nos parecen fascinantes, tan fascinantes como la historia misma de la lengua, de la cultura, de las ideologías, y por eso nos ponemos a leer diccionarios, no sólo a consultarlos. Y así vamos de entrada en entrada. Porque, como bien decía Vicente Riva Palacio, “palabra saca palabra”, en un juego de nunca acabar.
Sin embargo, debo añadir aquí que esta clase de lectura se ha ido haciendo cada vez más improbable, pues las nuevas tecnologías la desalientan. A pesar de todas las ventajas que ofrece la consulta de un diccionario en línea, con sus búsquedas veloces y complejas, tiene siempre la desventaja de subrayar demasiado la puntualidad de la consulta misma y no alentar el paso a otras palabras. Los diccionarios impresos son mucho menos dinámicos, si tú quieres, pero cada una de sus páginas contiene muchos vocablos, no sólo el que buscabas. Sucede entonces algo parecido a lo que ocurrió con la famosas Librerías de Cristal, creo que hoy ya desaparecidas, cuando decidieron que los clientes sólo podían pedir el libro que buscaban en el mostrador, y ya no los dejaban vagar por los pasillos, entre los libreros, curioseando, bobeando, animándose a comprar algo que inicialmente no tenían intenciones de comprar. Eso mata la curiosidad.
Hablando de matar... Hay gente que piensa que el diccionario es el lugar a donde van a morir las palabras.
Sí. Y también hay quien piensa que es un decorado donde las palabras se atildan para salir lindas en la foto. Eso muestra, una vez más, como ya hemos visto, que hay diccionarios de muchos tipos y, desde luego, de muy distintas calidades. También muestra que los diccionarios cambian con el tiempo. Por ejemplo, el viejo Diccionario de autoridades, el primero que hizo la Academia Española de la Lengua, en el siglo XVIII, reflejaba sólo “el buen uso de la lengua”; o sea, el de los escritores consagrados (Quevedo, Lope, Cervantes…). Era un diccionario declaradamente normativo. Sin dejar de ser normativos, los que la Academia ha hecho después incluyen ya el habla común (la de los periódicos, digamos), y hasta el habla popular y el caló. Pero ni siquiera el más reciente, el Diccionario de la Lengua Española —que ya no insiste tan descaradamente en la normatividad y el buen uso de la lengua—; ni siquiera él, digo, deja que la lengua hable por sí misma, porque no incluye ejemplos de uso más que en muy contadas ocasiones. Otros, como el Diccionario integral del español de la Argentina, sí los incluyen, y eso es parte de su riqueza, porque muestran la lengua en acto, en uso; muestran la lengua viva… Y a este respecto hay un hecho muy curioso —que señala un artículo reciente de Luis Fernando Lara, el director del Diccionario del español de México—, y es que, cuando los niños aprenden a usar el diccionario, lo más común es que se salten la definición y vayan directamente a los ejemplos. No creo que sea extraño. Después de todo, los niños aprenden a hablar oyendo la lengua en uso. Sólo después empiezan a reflexionar sobre ella, y sólo mucho después valoran las definiciones. Un diccionario con ejemplos permite las dos cosas.
Lo que dices es que, en ese caso, el diccionario es una reflexión en los dos sentidos de la palabra: por un lado refleja la lengua, por el otro reflexiona sobre ella.
Sí. Eso exactamente. |
** Agradecemos a la autora Fiorella Ferroni y a las editoras la autorización para publicar ilustraciones y definiciones del hermoso libro Desordenario Ilustrado Polisémico (Tragaluz Editores, 2022).
Francisco Segovia es un poeta, traductor y lexicógrafo mexicano. Forma parte del equipo que redacta el Diccionario del español de México (DEM), en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México, y en varias ocasiones ha formado parte del Sistema Nacional de Creadores de Arte.
Fiorella Ferroni es artista visual y comunicadora social colombiana, con una maestría en diseño gráfico y proyectos editoriales de la Universidad de Porto. Seleccionada para hacer parte del catálogo American Illustration 40 (2021); recibió una mención de honor por su libro Azar: Diccionario ilustrado de asociaciones en la V Bienal Iberoamericana de Diseño de Madrid (2017), entre otros reconocimientos.
Te pueden interesar:
Comments