Dicen que observar pájaros hace feliz, quizá por eso los enjaulamos. Encerramos el canto, lo mantenemos a nuestro alcance, adornamos la casa con él. Mi abuela conservaba a muchos pájaros en jaulas. Las tenía colgadas en el porche, en los pasillos, en la terraza, en los patios y afuera de la cocina. Llegábamos de noche, mientras los pájaros dormían. Mi abuelo roncaba en el camastro de la terraza, dormía bajo la luz de la luna, arrullado por el canto de los grillos, inmutable a los picotazos de los zancudos. Mamá nos traía de la mano a mi hermano mayor y a mí. Huíamos de Apodaca, de la casa donde vivíamos con mi padre. Y la abuela nos recibía con las luces apagadas, nos entregaba unas colchas: mamá dormía en el sillón de la sala, mi hermano y yo en el cuartito de los tiliches, sobre una cama rodeada de bolsas de ropa que olían a madera, pipí de gato, cemento y polvo viejo.
Por las mañanas, los pájaros comenzaban a cantar y mi abuela recorría los exteriores de la casa cargando puñitos de alpiste y vasijas con agua. Mi abuela hablaba con sus pájaros mientras les cambiaba los cartones y los periódicos repletos de excrementos. Palabras ininteligibles que sonaban a consuelos y cariños melódicos. La hacían feliz, era seguro. No recuerdo haber tenido una conversación con mi abuela, estaba más preocupada por estar pegada a mi mamá. Le buscaba sus brazos y me escondía bajo su ala caliente. La falda de mi madre paseaba por la cocina y allá iba yo a sentarme en la mesa del comedor. La falda de mi madre iba al baño y la esperaba, o bien, me sentaba en el pozo que estaba afuera para hacer pipí.
La abuela sostenía botes de agua que le iba vaciando a sus plantas. Y a veces me decía que la acompañara al patio del segundo piso para colgar la ropa en los tendederos. Le pasaba las horquillas, una a una, con una parsimonia parecida a un ritual. Después me quedaba a ver las ranas diminutas que estaban en una pecera llena de tierra. ¿Por qué no saltaban las ranitas y huían? Yo me iría de ahí corriendo. Tanta negrura en el lodo. Pero estaban juntas, acompañándose.
También yo me acompañaba de mi prima que pasaba casi toda la semana en casa de la abuela. Su mamá, mi tía, no podía cuidarla. Nos escondíamos bajo la escalera, movíamos las macetas y fingíamos vivir en un cuartito. La abuela nos mandaba a llamar y nos bañaba en el tallador de la lavandería o nos metía a un bañito y ahí durábamos horas jugando con el agua, el jabón y nuestros juguetes.
Después nos acercábamos a las jaulas a mirar a los pájaros. Los colores me deslumbraban: alas azules, blancas, celestes, verdes, negras, rojas, amarillas. Cuando la abuela decía que una pareja de pájaros estaba incubando huevos, esperábamos a que nadie se diera cuenta para ir a ver el nido. La abuela nos regañaba, decía que si mirábamos los huevos, la mamá pájaro se iba a enojar y los iba a matar. ¿Cómo era posible matar algo con sólo mirarlo? No lo entendía. Aun así, nos escabullíamos para ir a mirar los huevos pequeñísimos. Esperábamos con ansias el día en que se rompieran los cascarones y viéramos salir pajaritos. Lo pequeño me atraía con intensidad, el microcosmos que ocurría sin que nos diéramos cuenta. Así como las catarinas recorrían las hojas de las plantas, nosotras, diminutas, subrayábamos los espacios de la casa, los volvíamos otros, espacios más nuestros donde pudiéramos esconder nuestra infancia de la vista de todos.
Mamá también se escondía. Era un pájaro escapista que abría la puerta de su jaula y volaba muy lejos mientras yo dormía. Durante la noche me obligaba a irme a dormir al cuarto de mi abuela, que estaba en el segundo piso, decía que durmiera con mi prima y mi abuela, pero yo no quería. La abuela metía una bacinica por si nos andaba del baño y cerraba la puerta con llave. Mi prima se dormía rápido, la abuela roncaba y yo trataba de abrir la cortina para ver si en la planta de abajo aún seguía la luz prendida. Quería saber si mi madre seguía ahí. Había veces en que trataba de abrir la puerta, pero tenía llave. Tocaba el protector de la ventana y me asomaba con la esperanza de que mi mamá me viera. Al día siguiente, despertaba con el olor de orines impregnado en el cuarto y bajaba a buscar a mi madre. No estaba. Mamá había volado por la noche sin hacer ningún ruido.
Aprendí a leer los silencios de la casa y a mezclarme con el canto de los pájaros. ¿Por qué la abuela tenía tantas jaulas? Unas estaban vacías y metía la mano, tratando de entender qué se sentía estar encerrada. Mamá volvía por la tarde de quién sabe dónde y yo me metía en mi jaula de rencor y no le hablaba.
El abandono es una jaula de la que no he podido salir todavía a mis treinta y tres años. Sigo sintiendo sus barrotes y quiero abrir la rejilla pero no puedo. La libertad de alguien puede implicar el encierro de otra persona. Mi libertad eran las piernas de mi madre y quizá mis brazos eran su cárcel. La cárcel de la maternidad.
La felicidad de mi abuela estaba dentro de esas jaulas. ¿Cuál era la felicidad de esos pájaros?
Mamá huía con nosotros a casa de la abuela, huía de la jaula en la que vivíamos con mi padre: un lugar donde papá cagaba el piso y manchaba las paredes con sus gritos. Aprendí a leer mi casa como una jaula. Calentaba el agua en una vasija sobre la lumbre de la estufa, después la vaciaba en una tina con agua fría y me bañaba a jicarazos. Limpiaba el piso, recogía la ropa de mis hermanos y les servía de comer. Los fines de semana en que papá llegaba borracho, subiéndole el volumen a su estéreo y gritándole a mi madre, huíamos de nuevo a la jaula de mi abuela.
Nunca escuché a la abuela hablarle a sus hijas como a sus pájaros. Les daba de comer a todas, eso sí. Nunca un abrazo, una palabra de cariño, un susurro encerrado de ternura. Mamá me cuenta que mi abuela siempre ha tenido la manía de cerrar su casa con llave a las ocho en punto de la noche para que nadie salga.
Nos veo entrar en un túnel de tiempo, oscuro como las noches en que llegábamos, encerrándonos en un cuartito, esperando a que el sol volviera a bañar con su brillo las hojas de las plantas y nuestros rostros de niños.
Para mí todo era una trampa. Una mano con un puñito de alpiste que me incitaba a entrar a la jaula. Un nido oscuro donde debo dormir sin que nadie me vea. Mañana quizá quiebre este cascarón y por fin cante.
Hace unos años fui a visitar a la abuela. Su casa me provoca sensaciones confusas. Por un lado, entiendo que se trata de su hogar, un hogar que debiera ser cálido. Por otro, simboliza las veces en que mamá me abandonó. El día que la visito, intento repasar los rincones para recrear escenas donde jugaba entre las plantas. Le pregunto a la abuela cómo están sus pájaros y me da un recorrido. Nos acercamos a una jaula donde un pájaro está herido. Le faltan plumas y se rasca constantemente con el pico. Le digo a mi abuela que ese pájaro está enfermo, pero dice que no. Que así son los pájaros, se picotean las alas y después les nacen unas nuevas. Veo la carne al rojo vivo. Está herido, digo. En realidad quisiera decir: Estoy herida.
¿Qué podría decirle a mi abuela? Ella, que hizo crecer verduras y frutas en su pedazo de tierra, allá en el rancho de San Luis Potosí. Ella, que vivió sin luz eléctrica ni agua potable e intercambiaba semillas por animales para comer. Me da vergüenza explicarle que leí que los pájaros se rascan sus alas por ansiedad, que el encierro les deprime y hay veces que se lastiman hasta matarse.
Cambio de tema. Quiero que me hable del rancho donde vivió. Le pido que me muestre fotografías. Quiero leer la historia de la infancia de mi madre. Me pide que saque unas pocas fotografías que tiene en una caja. Veo una donde aparece ella de joven, con niñas y niños a un lado. Reconozco a mi madre, a pesar de que nunca he visto una fotografía de ella de niña. Esta es mi mamá. Le digo. ¿Sí es? Me responde.
Mi madre no tiene jaulas con pájaros en su casa, tiene plantas, muchas. Mamá sí me escucha, soy yo la que no dice nada. Me cuesta apalabrar lo que realmente quiero decir, así que me escondo preguntándole cosas. Por ejemplo, ¿qué plantas cuida ahora? Salimos al porche y me va señalando cada una, las enredaderas que hizo crecer, las raíces que robó de otras macetas, los retoños que la hacen sentir orgullosa. Mamá le quita las hojas secas a sus plantas y los pétalos muertos a sus flores, las limpia. Y ese ejercicio me conmueve a tal punto que quiero ser una planta y que mamá me quite los pétalos secos de mi cara. Quiero que pode de mí todo lo que está muerto. Que me riegue con sus cariños, que me procure día a día y no me abandone tal como yo olvido mis propias plantas. Yo no sé cuidar plantas, se me mueren. Le digo. Sí es difícil, pero se aprende. Me dice.
Otro día visito a la abuela. Repaso las jaulas nuevas que no encierran pájaros. Le quedan pocos. Recorro también sus plantas. ¿Y esta qué es? Le pregunto. Soy una fingidora que quiere aprender el lenguaje de la tierra. Mis tías están en casa de la abuela en esta ocasión. Le pido a mi abuela que me dé una raíz. Se me va a morir, pero quiero hacer el intento. Digo frente a mis tías y se ríen. Se ríen porque no pueden creer que sea tan torpe, tan descuidada, se ríen porque ¿cómo puede ser tan difícil mantener a una planta viva? Si sólo requiere agua, sol y observación. Pero yo no veo plantas. Yo veo a mi familia, la leo. Ese antiguo árbol vivo que ahora es una hoja blanca donde escribo sobre jaulas y encierros.
¿Mi abuela te abrazaba? Un día le pregunto a mi madre. De inmediato dice que no, después agrega que sólo en sus cumpleaños. Le quiero preguntar si alguna vez le dijo que la quería, pero la pregunta me resulta obvia. Es obvio que no. Porque mi madre jamás me ha dicho espontáneamente que me quiere ni tampoco me ha abrazado de la nada.
Son tantas las formas en las que se puede demostrar amor que pedir un gesto como una caricia o dos palabras resulta algo cursi. Mamá es cursi, a su manera. Yo soy cursi, escribo poemas. Las dos nos expresamos en diferentes lenguajes, intentamos leernos una a la otra, malinterpretándonos, guardando silencio casi siempre. Sé que mi madre sabe que quiero leerla completa, que quiero llegar hasta el origen de su historia. Mi abuela me lo dijo: vivían en el rancho de San Luis Potosí, comían de lo que sembraban, vinieron a Monterrey y mi abuelo, antes minero, se convirtió en albañil y compró un terreno.
A veces pienso que la ciudad fue una jaula que encerró a la familia de mi madre. Los primeros picotazos que se dio en las alas, ocurrieron cuando las niñas de la secundaria se burlaban de ella y no la juntaban. Mi abuela le dijo que ya no fuera a clases y que se metiera a trabajar. Mamá empezó a limpiar jaulas, a cuidar polluelos, a regar con sus manos las plantas de sus patronas, a llevar en sus manos los puñados de alpiste. Pero mamá era una niña cuando trabajaba. Tenía doce años cuando se convirtió en trabajadora del hogar. Fue maternada por sus hermanas mayores y nunca, pero nunca, su madre le dijo que la quería.
Mi abuela fue un río de sangre que parió a trece seres humanos vivos. Mamá dice que cuando le reclaman su falta de cuidados, la abuela argumenta que siempre estuvo ocupada en parir. Y es verdad.
¿Quién le va a devolver esa sangre a mi abuela? ¿Quién le va a dar a beber el agua que perdió?
Tengo pesadillas donde estoy encerrada en la casa de mi padre, junto a mi madre. No recuerdo que me fui, que ya tengo mi propio hogar. Mamá ya no necesita que la cuide ni que le retire los pétalos oxidados de su cara. Pero el abandono sigue siendo mi cárcel.
Leí en internet que aunque las madres cautivas sean obligadas a reproducirse, hay quienes dicen que aún albergan genes que responden a costumbres de libertad. Por ejemplo, su mismo canto. Los pájaros sufren y hasta pueden morir de un corazón roto.
Pienso que la ternura no puede enjaularse. Lo sé ahora que vivo en mi departamento, después de más de una década viviendo sola y sin parir. Leo esta jaula emocional que está ahora en mi cabeza, trato de analizar sus barrotes. A veces no sirve de nada. Hay veces que sólo necesito huir de mi hogar y llegar arrastrándome como pájaro herido a los brazos de mi madre. Me ofrece un puñado de alpiste, lo acepto. Me ofrece darme un baño, lo acepto.
Mi madre ahora dice que me quiere. La abrazo. Ya no vive con mi padre. Ha vuelto sus vuelos una forma de vida. También es la mía. Esta vez nadie me dirá que no me acerque a ver el nido. Lo voy a observar, lo leo. Nadie muere por ser mirada. Es la mirada la que nos hace sentir vivas. Yo me leo, te leo. Y así volamos. Y en ese trayecto, cantamos.
Iveth Luna Flores (Apodaca, 1988). Egresada de Letras Mexicanas de la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL). Ha publicado Comunidad terapéutica (FETA, 2017) que obtuvo el Premio Nacional de Poesía Francisco Cervantes Vidal 2016. Sus poemas, ensayos y crónicas han aparecido en revistas como Punto de Partida, Periódico de Poesía, Estudios, Armas y Letras, Tierra Adentro; y en antologías como Bidi Bidi Bom Bom (Paraíso Perdido y UANL, 2019). También ha sido becaria del Centro de Escritores de Nuevo León (2016) y actualmente lo es del programa Jóvenes Creadores FONCA (2019 -2020).
Te puede interesar: