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Nydia Pineda de Ávila

Leer la luna, construir el mapa


Mundos dentro de mundos


Peter Mundy dibujó el ojo de una mosca junto a un mapa de la luna en su diario de viaje en Gdansk en 1647. Grumete desde los quince, luego agente y secretario de la Compañía de las Indias Orientales, tenía alrededor de cincuenta años cuando erró por el puerto del Báltico. En sus cuadernos registró lo que veía: una ciudad de ladrillos cubiertos de frescos coloridos, fuentes con escenas mitológicas, altos campanarios, miles de kilos de grano descendiendo por el Pregolya y el Vístula, tabernas alegres, ejecuciones públicas, banquetes de bodas que duraban siete días. El viajero leyó también los libros de la ciudad y quiso que sus escenas cotidianas terminaran en un discurso metafísico —así lo llamó— que reportara una idea de los antiguos, concebida previamente como probabilidad, pero entonces defendida por los eruditos de Gdansk: la tierra, la luna, las estrellas, y tantos otros puntos imperceptibles, eran mundos dentro de mundos en un universo infinito.


Lo que exaltaba al viajero no sólo era la idea sino sus formas de lectura e instrumentos. En su lectura encontró la posibilidad de construir otros órdenes y de crear nuevas imágenes mediante el diálogo entre la especulación y la experiencia. En Gdansk se promovían dispositivos para extender las capacidades de los sentidos y constatar aquella imagen de los múltiples mundos recíprocos. Durante su estancia, Mundy quiso comprobarlo por sí mismo. Dirigiendo un tubo con una lente finamente tallada hacia el cielo nocturno encontró coágulos, agua, y tierra en la luna. Enfocando otra lente diminuta hacia una mosca, en la luz del día y con una vela, halló trompas de elefantes, jardines en los ojos, y cientos de habitantes colgados de los pelos de la barriga del insecto. Su memoria viajera le dictó palabras para configurar eso que intentaba entender a través de la lente: en los ojos de la mosca resonaban escenas de Surat, de Agra, de la corte del emperador Mughal donde Mundy había sido testigo de procesiones de elefantes y las primeras etapas de construcción del Taj Majal; en las aguas de la luna resonaban las rutas marítimas del sur de China y Japón.


Las formas discretas del cielo o de un insecto no se descubrieron de golpe con un instrumento óptico. Una cosa es el lenguaje, que inventa el descubrimiento, y otra muy distinta es el proceso de aprender a mirar, a registrar, a leer y releer un objeto.


En el deseo —quizás ingenuo y vano— de comprender lo lejano se proyecta la experiencia. En el desciframiento de una imagen nueva habla el mundo conocido. Las formas discretas del cielo o de un insecto no se descubrieron de golpe con un instrumento óptico. Una cosa es el lenguaje, que inventa el descubrimiento, y otra muy distinta es el proceso de aprender a mirar, a registrar, a leer y releer un objeto.


Microscopio del siglo XVII recubierto de papel pergamino. Museo Galileo.

Aprender a leer lo ilegible (y en compañía)


El 15 de julio de ese mismo año, en el mismo puerto de Gdansk, Johannes Hevelius, un acaudalado comerciante y magistrado de la ciudad, escribía desde su casa, que era al mismo tiempo una cervecería y un observatorio con un telescopio de doce metros de largo montado en el techo, para anunciar que su libro acababa de salir de la imprenta. El volumen, aquel admirado por Mundy algunos meses más tarde, tenía más de quinientas páginas con cien grabados y cuarenta fases de la luna. Después de cinco años de trabajo y seis meses en la imprenta, tenía que enviar la publicación a sus amigos que vivían lejos.


Vuelvo a la serie de esos grabados que capturé en el 2012, en una tarde de verano en la biblioteca de la Royal Society de Londres, a partir de una copia del libro que Hevelius mismo envió a sus lectores ingleses. Con mi ojo y mi cámara quise leer la historia de esa observación pero las imágenes no bastaban. No me hablaban con aquella cualidad tangible del diario del viajero Peter Mundy. El libro me parecía una película lunar, antes de la animación mecánica, en clave desconocida. Las lunas codificadas en sombras, líneas de distintos grosores, y espacios en banco estaban cifradas en latín. El enigma me cautivó por años. Fetiche, quizás, encantamiento, sin duda. Yo quería abrir los arcanos que Hevelius había iluminado. El libro ilegible prometía revelarse si lo miraba lo suficiente, pero por más que lo hacía, daba vueltas en mi propio laberinto.



Mosaico de imágenes extraídas de la Selenografía, de Johannes Hevelius, 1647. University of Toronto.

¿Es posible aprender a leer en soledad? Como el viajero Peter Mundy, yo di sentido a ese objeto con mi memoria y mis analogías, aislando sus distintas partes desde mi razón, fantasía y experiencia. Con paciencia construí una historia propia hasta que encontré a una cómplice estudiosa de viajeros medievales al Oriente. Le pedí que me leyera el texto en voz alta. Nos sentábamos en la cafetería de la biblioteca y abríamos la copia digitalizada del libro en mi pantalla. Palabra por palabra. Línea por línea. Entre el tintineo de los cubiertos y los ecos de otras conversaciones, el acento italiano de Irene daba al latín un ritmo que me permitía apuntalar las ideas sin poder realmente erguirlas yo misma. Pero en esa lectura compartida, en ese ejercicio de memoria visual, sonora y afectiva, la ficción de la luna en movimiento se convirtió en la biografía de un artificio cartográfico.



Leer-dibujar-borrar-reescribir-releer-redibujar


Johannes Hevelius empezó desde la ambición de leer de principio a fin la obra entera: quiso registrar todas las formas de la luna de golpe cuando ésta estaba plena. Esperaba el día indicado con los instrumentos dispuestos: camera oscura, tubos de distintos largos con lentes insertas, una base de superficie estable, grafitos, tintas, papel de un buen gramaje. Pero si la lluvia, el viento, el hielo o la enfermedad no le impedían pasar la noche a la intemperie, el destello de la luz reflejada en la superficie del disco lunar disolvía los contrastes que deseaba capturar. Después de un año, frustrado y abrumado, asumió que tendría que observar las variaciones de su aspecto cada noche. Pensó en contratar a un pintor para dictarle las formas que percibía a través del telescopio pero desistió al darse cuenta de que no tenía palabras para organizar sus impresiones. Decidió dibujar él mismo. Él también pasaría los borradores en limpio, cotejaría los registros, y reuniría las partes. Sin embargo, confesó, no imaginaba la dificultad de pasar del ojo a la mano, del cielo al papel.


Lente objetivo construido por Jacopo Mariani en 1660-1670. Museo Galileo.

Dibujar la luna, escribió, era como hacer un autorretrato: mientras el pintor se observa frente al espejo cree haber comprendido el diálogo armonioso entre todos los puntos de su rostro, pero al apartarse de ese reflejo, la impresión vívida se esfuma de la mente. Dibujarse a sí mismo, como dibujar la luna, era un vaivén doloroso entre desciframiento, duda, afirmación y reinvención. Con el tiempo y mucho papel tachado aprendió a ver las sombras como hundimientos, los destellos como planicies, los claroscuros como relieves. Poco a poco, con la familiaridad forzada, lo accidentes de la superficie lunar se le inscribieron en la retina y los ritmos periódicos de las manchas se volvieron textos. Leer-dibujar-borrar-reescribir-releer-redibujar. Para Hevelius, la luna no era un cuerpo en el cielo sino una hoja en blanco y luego un espacio trabajado que se transcribía para ser expuesto en una bitácora de viaje. Con cada pasada en limpio y a la luz de otros papeles, esa luna, alguna vez desprendida de un cuaderno nocturno, adquiría nuevos pliegues, se poblaba de otros cuerpos.



El mapa de un proceso compartido


En la luna, otros observadores, como Mundy, vieron animales, homúnculos, árboles, valles y desiertos —tantas historias podrían coleccionarse en gabinetes de animales disecados, herbolarios, canciones de tabernas o en palimpsestos de incestos, mordidas, exilios, castigos, aullidos, y naufragios—. Pero las lunas de Hevelius fueron hechas de borradores abandonados y domesticados entre retículas. Después de cuatro años de trabajo, el astrónomo obtuvo un modelo, un esquema básico de las partes generales del disco visible del satélite. Y a partir de esa estructura general, se propuso actuar a la inversa y extraer de nuevo las partes. Su luna, por último, para hacerse de nuevo un solo cuerpo, debió asumir la identidad de un espejo geográfico distorsionado. Ahí donde Mundy vio sangre coagulada o aguas profundas que reflejaban luz blanca como en alta mar, Hevelius inventó un mapa de la Tierra reconfigurada: otro Mar Mediterráneo, otro Golfo Adriático, otro Mar Muerto. Con nombres de la geografía antigua identificó las manchas del astro que presenció crecer y decrecer en sus observaciones repetidas. Esa, nos cuenta, es la historia de su serie de mapas. He aquí la ficción heroica de un cuerpo-observador que quiso desaparecer en la lectura de su objeto.


La historia que narra Hevelius es también el mapa de un proceso desfigurado porque dibujar, como leer, es un juego entre memoria, abstracción y presencia no sólo individual sino también colectiva.


Las imágenes que surgen de las páginas abiertas del libro de Hevelius, esa serie fotografiada en la biblioteca y releída con ayuda, no son un artificio anónimo, sino el vestigio de una lectura muy pausada. Cada trazo recuerda la vacilación constante entre la mano, la mirada, la memoria, la razón que selecciona y la voluntad que mantiene aquello que se cree coherente. Porque dibujar, como leer, no sólo es identificar segmentos y continuidades sino otorgar sentidos; adivinar líneas para imaginar relaciones, distancias y límites en consonancia con otros espacios; recrear y reescribir rupturas, destrozando y rearmando.

Telescopio de mediados del siglo XVII compuesto por nueve tubos. Museo Galileo.

La historia que narra Hevelius es también el mapa de un proceso desfigurado porque dibujar, como leer, es un juego entre memoria, abstracción y presencia no sólo individual sino también colectiva. Hevelius no nos habla de los amigos con los que se carteaba, de los dibujos de otras lunas —como las que le enviaban a Peter Mundy—, ni de su comercio de lentes ópticas para mantener esos intercambios. Incluso se calla la experiencia de mirar a distancia a través de los bosquejos hechos por otros testigos. Esta no es la historia de una lectura en solitario. Entre los apuntes de Hevelius había también papeles ajenos que hablaban de inventar el alfabeto, y luego el vocabulario, y al final la gramática del cuerpo lunar. Entre todos sus interlocutores se hablaba de los códigos de la luz en el paisaje y de la mirada que se entrenaba estudiando los juegos de luz entre hilos de lana o de seda o con la anatomía de los piojos. Y también se mencionaba a los cómplices silenciosos, sirvientes, jardineros, herreros, encuadernadores, que repetían los experimentos para determinar si las regiones que en el telescopio parecían más oscuras podían ser depresiones, o las más brillantes, alturas. En el debate por las regiones intermedias, donde se intercala la luz y la sombra, se sugería la presencia de regiones dramáticas de alturas y hundimientos. Hacer un mapa de la luna era un trabajo de palabras y acuerdos. Leer sus mapas también fue, ha sido desde siempre, un ejercicio compartido.



 

Nydia Pineda de Ávila: Ciudad de México, 1981. Es historiadora de la ciencia en University of California San Diego, doctora en literatura inglesa por Queen Mary University of London, y estudió letras francesas en la UNAM. Es co-curadora de la exposición virtual Constellations: Reimagining Celestial Histories in the Early Americas en la John Carter Brown Library. Su trabajo investiga las relaciones entre literatura, arte, ciencia, tecnología y circulación de saberes.




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