Si mucha gente está nerviosa estos días es tal vez también porque no tienen oportunidad de leer los rostros, una actividad que practicamos sin pensarlo siquiera, del amanecer hasta la noche.
Retrato de anciano con su nieto (Domenico Ghirlandaio, circa 1490). Jhon Adames en Gloria (John Cassavetes, 1980). La virgen con el niño y san Juan Bautista (Sandro Botticelli, 1468).
Es algo que se inicia muy temprano. Los bebés pasan gran parte de su tiempo de vigilia examinando el rostro de su madre (o de quien se ocupa de ellos) para conocer su humor: está alegre y yo soy su sol; mira, parece malhumorada, ¿me quiere menos?; oh, me da mi papilla con la mente ausente en vez de jugar al avioncito, eso me exaspera, voy a dar alaridos. Y así seguimos toda la vida descifrando los rostros para leer en ellos nuestro destino amoroso, nuestras posibilidades de ser contratados después de una entrevista, el resultado propicio o desastroso de un examen médico. O para distraernos, preguntándonos cómo es la vida de ese chico de mirada hermosa frente a nosotros en el metro. Maravillándonos en la calle ante la increíble diversidad que se nos ofrece.
La cena de Emaús (La mulata) (Diego Velázquez, circa 1620). Retrato de Léon Leenhoff, detalle de la pintura El almuerzo (Édouard Manet, 1868). Uno de los retratos de El Fayum.
Tal vez es más o menos sensible según las culturas. La ávida necesidad de leer los rostros debe ser más acentuada en las sociedades llamadas de la cuna, en las que desde muy temprano los bebés son colocados frente a quienes se ocupan de ellos, que los miran y les hablan. En los lugares en donde se lleva por largo tiempo a los niños a la espalda, es en gran parte a través del cuerpo como se dialoga con ellos y como interpretan el humor de su madre (o de sus comadres): lleva buen paso hoy, bailemos; ahora está desganada, démosle ánimos con los pies. Hay también muchas culturas en las que mirar el rostro del otro se percibe como algo agresivo, pero la necesidad de leer los rostros debe no obstante existir en casi cualquier parte. Recuerdo a mi amigo Moncef, que creyó volverse loco cuando estuvo en internado en Bizerte; contrariamente al resto de Túnez en los tiempos de Bourguiba, el rostro de las mujeres estaba enteramente cubierto, incluso los ojos (¿tal vez relacionado con la presencia de la base militar francesa? No lo sé). Cuando su madre o sus hermanas venían a visitarlo, absorbía sus rasgos con delectación.
Si fuera profesora, me parece que en estos tiempos en que estamos obligados a salir enmascarados, dedicaría un momento cada mañana a proyectar retratos hermosos y a leerlos con los demás. Como para sentirse menos frustrados por la falta de este ejercicio que es esencial para nosotros.
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