En el 2017 un terremoto afectó fuertemente la Ciudad de México y a varios estados de la república. Ese día perdimos la casa familiar y en el tenor de reconstruir nuestras vidas, echamos a andar un sueño: una granja agroecológica. Un proyecto familiar que mezcla la permacultura y buenas prácticas agrícolas para sostener la vida. A medida que reflexionamos sobre estos años de dedicación y esfuerzo, noto a mi madre, una escritora que tuvo que dejar ya un país atrás, distinta.
La observo y sus pasos y sus gustos son distintos. Ya no es la misma. En esta latitud, donde la vida fluye al ritmo de la tierra y sus ciclos, se encuentra la nueva casa de mi madre, un refugio que se erigió a muchas manos. Construida con tierra de esa tierra, excremento y bahareque.
Mi madre camina por la granja como una chamana moderna, susurrando a las plantas y animales para que florezcan y prosperen. Así como cuando al cocinar nos hacía hablarle bonito a la masa y amasarla con gusto para que el platillo que estuviéramos preparando quedara más rico.
Ella, que antes detestaba a los gatos, ahora charla con ellos, así como con las chivas que están por parir y con el pollito negro que se cree guajolote. Por no extenderme en sus largos diálogos con los patos: ella lleva la cuenta de las andanzas de Maxi, el patriarca de la parvada, y de sus crías. Mi madre, en esta latitud, es una intermediaria entre la humanidad y la naturaleza. Habla con el río, con las luciérnagas que iluminan la noche pues aprendió a distinguir la oscuridad de la milpa.
Sus alergias urbanas parecen haber quedado atrás en este rincón de la tierra, donde el contacto con la naturaleza la ha sanado y le ha permitido olvidarse de su existencia para respirar de nuevo. Respira junto con las gallinas ponedoras y los sapos del apantle.
En esta latitud no se esconden los problemas ni cesan las tormentas, las goteras o los disparos que retumban entre las montañas. Las historias trágicas son parte de una narrativa cotidiana sobre el acontecer del pueblo, como hombres que parten, mueren o se sumen en la embriaguez. Nahuales, animales ferales y narcos se entrelazan, junto con sirenas rurales, en mágicas historias cuya veracidad no cuestionaré. Algunos hombres, tras su odisea, regresan para pedir perdón y se revuelcan ante las mujeres que sostuvieron el hogar mientras ellos acallaban las voces que les insistían en huir.
Pero mi madre ya no quiere huir, ha dejado atrás patrias, hogares y refugios. Ahora, construye su propio espacio bajo el vuelo de los zopilotes, ella suele recordarnos que los humanos también somos carroñeros, nos alimentamos de lo muerto y en descomposición.
Su casa está en un punto intermedio entre dos pueblos, rodeada de amates, un río y una carretera. En esta región, la caña se cosecha año tras año. La zafra es una cita inquebrantable, un proceso que consume a los hombres, llenándoles las manos de callos y los órganos de tizne. La zafra no falta, es puntual y no perdona. Los pulmones se corroen, los bichos pican y hacen lo suyo. La tierra se desgasta de tanta quema, de tanta exigencia, de tanto producir. La ceniza se posa en los ojos, en los ríos y en las montañas, como un hilo negro que cae lentamente del cielo y cubre la tierra. La zafra comienza y los hombres no descansan, la maquinaria tampoco. Mecanismo incansable que exprime, aplastada, destroza y escupe bagazo.
En esta latitud veo a mis padres entregados a la lectura y a la vida en el campo, una especie de retiro monástico donde el tiempo transcurre con la lentitud de la granja. Hacen lo que todos deberíamos, enfocarse en el palpitar de la tierra y en una milpa. Mientras escribo estas líneas, se dispara el recuerdo errante de unos padres que solían quemarlo todo, arder en sí y en otros, como la zafra. Pienso en las incansables luchas de su generación por la libertad y la justicia. Hoy, su revolución se encuentra en la calma de la vida rural, en la cosecha que esperan con anhelo y en la atención constante al clima y sus misterios. En esta nueva latitud está arraigada y echa raíces mi madre.
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