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Aníbal Jarkowski

Los jardines de Borges


En relación a los jardines aparece en los textos de Borges una dicotomía –una bifurcación, podemos decir– que representa dos maneras en que muchas personas, tal vez la mayoría, establecen su vínculo con el jardín.

Para unas, que lo habitan, le prodigan cuidados, lo disfrutan y también lo padecen, el jardín es un verdadero refugio contra los desarreglos de la realidad que transcurre fuera.

Para otras, en cambio, el jardín es una idea que desprenden de libros, cuadros, películas, canciones, obras teatrales que idealizan el espacio del jardín y lo convierten en un símbolo, un ensueño de la vida deseable pero, también inalcanzable.

Sin embargo, hay otras personas, tal vez las menos, que pueden reunir ambas experiencias y obtienen, gracias a los jardines, una mejor comprensión del mundo.


A pesar de la justa y larga fama de un título como “El jardín de senderos que se bifurcan”, las figuraciones de jardines no son tan numerosas en la obra de Borges, y menos aún tan notorias como aquellas en las se representan, por ejemplo, espacios como el patio o la biblioteca.




Es probable que durante la década de 1920, en la que comenzó a publicar, la poesía de Borges rehuyera a los jardines por una especie de automatismo que lo empujaba a prescindir de todo lo que fuera patrimonio del modernismo. Rubén Darío había señalado al jardín como espacio privilegiado para la escena poética.

Más allá de su muerte en 1916, el imaginario del modernismo lo sobrevivió de maneras epigonales, pero aun así exitosas, que dieron pie a los ataques de los jóvenes poetas de la vanguardia, entre ellos Borges, quien en una reseña sobre el Romancero escribió: “La tribu de Rubén aún está vivita y coleando como luna nueva en pileta”.


Hay, sin embargo, jardines en la obra de Borges, particularmente en su poesía, y sus apariciones parecen seguir dos caminos diferentes; si uno de ellos tiene su origen en experiencias personales, el otro es efecto de la lectura y la elaboración intelectual y hace del jardín un artificio que se abraza a la tradición literaria.


Yo creí, durante años, haberme criado en un suburbio de Buenos Aires, un suburbio de calles aventuradas y de ocasos visibles. Lo cierto es que me crié en un jardín, detrás de una verja con lanzas, y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses.


Así comienza Borges su Evaristo Carriego (1930), haciendo referencia a dos espacios de la casa de la calle Serrano 1235.

No fue allí donde nació, pero sí donde transcurrió su infancia, hasta que en 1914 viajó a Europa con su familia, y donde ya no volvería a vivir; de ahí que al regreso, en 1922, aquel jardín perdido quedara como tesoro de su memoria y materia de poemas como “Fluencia natural del recuerdo” (Cuaderno San Martín, 1929), cuya la primera estrofa declara que los versos son resultado de una evocación:


Recuerdo mío del jardín de casa:

vida benigna de las plantas,

vida cortés de misteriosa

y lisonjeada por los hombres.


Aparecen luego en el poema algunas precisiones de aquel jardín, compuesto por una “palmera”, una parra de “uva negra”, un “molino colorado”, “cañaverales para hacer lanzas”, “árboles” y una “montaña de tierra”. La memoria no recuerda flores, senderos ni adornos; no hay estetización del jardín.

Además de ese jardín de la infancia, hay otro, también perdido, que corresponde al parque que rodeaba el edificio de “Las delicias”, un hotel al sur de Buenos Aires, donde Borges y su familia pasaron varias temporadas de veraneo.

En el poema “Adrogué” (El hacedor, 1960), un Borges ya ciego y sexagenario recuerda con nostalgia un espacio que, inesperadamente, coincide en mucho con los antes abominados jardines de la poesía modernista:


Nadie en la noche indescifrable tema

que yo me pierda entre las negras flores

del parque, donde tejen su sistema

propicio a los nostálgicos amores


o al ocio de las tardes, la secreta

ave que siempre un mismo canto afina,

el agua circular y la glorieta,

la negra estatua y la dudosa ruina.


Hueca en la sombra, la cochera

marca (lo sé) los trémulos confines

de este mundo de polvo y de jazmines,

grato a Verlaine y grato a Julio Herrera.


Todavía después, en su último libro, la memoria de Borges regresará a ese mismo lugar en “Elegía de un parque” (Los conjurados, 1985), para lamentar la pérdida de aquel “laberinto” del que recuerda “los eucaliptos ordenados”, “la entretejida madreselva, la glorieta, las frívolas estatuas” y “el ocio de la fuente”.




La otra serie de jardines en la obra de Borges ya no se corresponde con jardines efectivamente conocidos y que la memoria conserva, sino que son resultado de la reelaboración de tópicos que pertenecen a la tradición literaria, es decir, efectos de lecturas.

Esta segunda serie, sin embargo, no es unívoca. En algunos casos el jardín es un espacio que rodea a quien ha perdido un amor, como ocurre en uno de los dos sonetos reunidos bajo el título de “1964” (El otro, el mismo, 1964):


Ya no es mágico el mundo. Te han dejado.

Ya no compartirás la clara luna

Ni los lentos jardines.


El tono melancólico se desprende del hecho de que alguien, ahora, camina en soledad por el mismo espacio que antes recorría en compañía de la persona amada, como se hace explícito en uno de los “Diecisiete haiku” (La cifra, 1981):


Hoy no me alegran

Los almendros del huerto.

Son tu recuerdo.


Y el mismo sentido se repite en una de las “Tankas” (El oro de los tigres, 1972), otra de las adaptaciones a la prosodia del español que Borges aplicó a una forma tradicional de la poesía japonesa:


La voz del ave

que la penumbra esconde

ha enmudecido.

Andas por tu jardín.

Algo, lo sé, te falta.


Se trata de jardines exóticos, equivalentes a los del modernismo en cuanto a su naturaleza artificial, de tópico -como ocurre con el prado en las églogas-, aunque muy diferentes, por cierto, en lo que hace a la poética que los representa, ya que, apropiándose de un principio de la poesía oriental, Borges busca la mayor significación a través de la reticencia, la alusión mínima. Así sucede en el poema “El Oriente” (La rosa profunda, 1975), donde una sucesión de imágenes, adquiridas a partir de las lecturas, se cierra con un dístico en el que el jardín es metáfora de un espacio imaginario –¡Oh mente que atesoras lo increíble!– en el que la acumulación de lo leído intenta cubrir el vacío que deja la pérdida de un amor:


Tal es mi Oriente. Es el jardín que tengo

para que tu memoria no me ahogue.


El más célebre de los jardines de esa segunda serie es “El jardín de los senderos que se bifurcan” (del libro homónimo, 1941, luego en Ficciones, 1944), con la curiosidad de que en ese relato el jardín no representa un espacio, sino que es un símbolo que figura la posibilidad de un tiempo ya no “uniforme, absoluto”, sino formado por series:


[...] una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades.


En la historia narrada, el jardín es el título de una novela escrita por un autor chino, Ts’ui Pên, cuyo tema es el tiempo y cuya forma es el desarrollo de los “varios porvenires” que potencialmente se abren ante cada suceso, cada decisión, y donde “todos los desenlaces ocurren”, de tal suerte que el cuidadoso orden de un jardín es convertido en laberinto para la confusión y el extravío.




Quienes leyeron “El Sur” –que alguna vez Borges juzgó “acaso mi mejor cuento”– recuerdan la imborrable impresión de advertir que las naturalezas de la vigilia y del sueño, que damos por disímiles, se confunden en una única dimensión continua.


Eso no ocurre con los jardines en la obra de Borges, sino que su representación, en distintos textos de distintas épocas, permite distinguir entre unos que evocan jardines visitados y otros que son reescritura de jardines leídos; eso no implica, de ningún modo, que una de las series tenga mayor o menor valor estético que la otra, pero sí indica que provienen de experiencias diferentes.


La reunión de ambas experiencias, sin embargo, no es imposible, aunque se la deberá buscar en textos de otros autores y otras autoras, como por ejemplo en la poesía de Diana Bellessi y en versos como los de “El jardín de los milagros” (El jardín, 1992):


Temprano en la mañana mi madre intenta

llamarme por teléfono, y en la tarde

luego me cuenta: "tan hermosa noticia

tengo", con una voz de aterciopelado

misterio, muy serena y suave anunciando

"la pequeña magnolia se abrió en dos flores

por primera vez". Hay justicia, pensé

con un agua dulce que se abría paso

en mi corazón…



 

Aníbal Jarkovski nació en 1960 y vive en Buenos Aires. Novelista, docente y crítico literario. Como crítico publicó ensayos, artículos y prólogos dedicados a obras de Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Antonio Di Benedetto, David Viñas, Juan José Saer, Oliverio Girondo, entre otros. Es autor de las novelas Tres (1998), Rojo amor (2015), El trabajo (2007), y (2022), donde recrea en ficción la complicada relación entre Borges y Estela Canto.

 

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