para Ana
Ahí, detrás de la vitrina, iluminado tenuemente, el tapete de Ardabil yace expuesto bajo las miradas que intentan enfocarlo, adherido a la tierra sólo por la gravedad, como debe ser, como una mariposa a un parabrisas (si bien por momentos parece que levita). Se piensa que fue creado para vestir el templo funerario de Safi al-Din Ardabili, en Ardabil, Irán, un importante destino de peregrinación. Esta alfombra convocaba peregrinos y no viajaba con ninguno. Ahora atrae a otra clase de viajeros al museo Victoria and Albert, donde trenzan un murmullo alrededor de su vitrina, como polillas magnetizadas por la luz mansa de un foco de tungsteno.
Y aunque su campo sea exuberante, lleno de hojas y hiedras que crecen, viperinas, aunque sus lentas longitudes de onda de flores y raíces proliferen como si hubieran sido bañadas toda la noche por una lluvia tan negra como tibia, el Ardabil no es una alfombra de jardín, aquella clase de tejidos persas que representan paraísos cercados, con estructuras cuatripartitas de fuentes y acueductos. No obstante, el tapete de Ardabil también es un jardín de cierto modo. Considera su lana y la pradera que engendró esa lana, el pasto que nutrió al rebaño intonso de borregos. Considera sus colores: el oro destilado de la cáscara de granada, el índigo fermentado de las hojas del añil. Ahora está aislado del mundo exterior, desde el rocío de las exclamaciones de los viajeros (que se hace visible como niebla en la vitrina) hasta el polvo y la tierra de los parques o las sendas aledañas.
Sólo una vez al año la bóveda se abre para inspeccionar la presencia de insectos. Los museógrafos se asoman al anverso anudado a la espera de no encontrar ni una polilla. Miro la bóveda intacta y transparente como una burbuja inmune y recuerdo aquello que escribió Henry David Thoreau alguna vez: “Preferiría sentarme al aire libre porque en la hierba no se forma polvo, salvo donde el hombre ha desnudado el suelo de ella."
Mientras observo esta parcela intacta, cuyo propósito primero era hospedar las plantas de los pies, pienso en las mujeres que la fabricaron, y en cómo les habría sido prohibido pisar incluso sus bordes. Recuerdo el pasaje de Una habitación propia de Virginia Woolf donde la autora se nos presenta tratando de atrapar entre los dedos una idea resbalosa que compara con un pequeño pez, mientras camina de prisa sobre una parcela de pasto:
Fue así como me encontré andando a paso ligero por un campo de hierba. La silueta de un hombre se irguió al punto para interceptarme el paso. [...] El instinto, más que la razón, acudió en mi ayuda: él era un bedel; yo era una mujer. Eso era el césped; allí estaba el camino. Sólo los miembros del cuerpo docente y los becarios podían pisar el césped; el camino de grava era el lugar que me correspondía. Estos pensamientos fueron obra de un instante.
Pero la grava nunca es como el césped. En la grava, los tobillos duelen y se doblan, las articulaciones existen y nos invade la mente el sonido poroso de la roca triturada, se asienta como un intruso de vidrio en el camino donde podrían pasar nadando las ideas.
En cuanto volví al camino, los brazos del bedel dejaron de gesticular, su rostro recobró su serenidad habitual, y aunque es más agradable caminar por el césped que por la grava, el daño no pasó de ahí. La única queja que podía presentar en contra de los profesores y los becarios de aquella facultad, fuera cual fuere, es que, en su afán de proteger aquel césped que llevaban tres siglos cuidando con tanto esmero, habían espantado a mi pececillo.
El tapete de Ardabil es un jardín de cierto modo. Considera el rumor que engendró el tejido. El combustible que hizo arder las manos, las horas de murmullo y conversación. Aunque es cierto, sí, considera el silencio también. Considera el silencio de las manos.
El tapete de Ardabil
A diferencia del jardín persa, el jardín japonés desdeña la simetría. Su búsqueda estética es emular ciertos patrones aparentemente aleatorios que suelen encontrarse en la naturaleza. Aún así, algunos de estos jardines prescinden de vegetación por completo. Axiomáticamente, debería desdeñarlos, pero no los odio—he aprendido por las malas a apreciar las regiones más geológicas de mi vida. Los jardines zen están colmados de rocas: desde los granos milimétricos de arena hasta las piedras enormes que parecen montañas encogidas en la lavadora, dispuestas casi al azar como si fueran cristales de haluro de plata en una película fotográfica. Además, puede ser que esta proporción de materia inerte y biomasa sea más representativa de cómo se distribuye el peso real de este mundo, con esa capa delgada de vida que cubre su áspero interior: la biosfera es delgadísima y frágil como la cáscara de una pera madura. Los jardineros japoneses ondulan el agua deshidratada con rastrillos. Son podadores diligentes. Truncan los árboles hasta que adquieren dimensiones más humanas. Yo también he nadado en el gozo de lo que puede captarse en su totalidad en un vistazo. Todos los jardines zen están cercados: las paredes mismas están cercadas: rematadas por un alero de azulejos. Somos animales con diminutas garantías.
Como mi hermana. Durante varias estaciones, cuando niña, se solía llenar los bolsillos del pantalón con arena del arenero de su kínder, sólo para vaciar su contenido en nuestro patio, al llegar a casa. No le contó a nadie su plan maestro de trasladar el arenero de manera cabal y paulatina, hasta que lo tuviera todo para sí. Mi madre, como una zen master o quizá sin darse cuenta, barría la arena cada día de tal forma que nuestro jardín japonés alcanzaba niveles de minimalismo nunca antes vistos.
Los elementos del jardín zen tienen el propósito de evocar ciertas entidades naturales, como bosques y olas, incluso cordilleras. Esta sustitución opera metafóricamente, pues existen tenores y vehículos y el fundamento que hermana lo salvaje y el jardín: los paisajes sonoros compartidos, formas, texturas. Quizá los mejores jardines zen tienen dimensiones que nos transportan de vuelta al mundo natural, para que podamos verlos con otros ojos. En cambio, los jardines de las alfombras persas operan de manera simbólica, con el golpe vertical de los atributos universales que nos trasladan a las afueras de este mundo. La sensación es que son sobrenaturales. Los han traído de una región remota. Los tapetes persas pueden ser tan abstractos que parecen tamborilear un estado opiáceo a nuestros ojos y oídos. Todo jardín es un estado mental.
Mi hermana sembró un jardín que se borraba con cada amanecer. Era un río, un fantasma. Una áspera ráfaga de viento. Una casi duna y nunca. Mi hermana se robó un jardín, puñado por minúsculo puñado. Algunos jardines, sean o no inexistentes, no son alegóricos.
Zen garden, Laura Scudder
Viajé con mi hermana a Costa Rica porque me prometió que se convertiría en mi lugar favorito. Una cuarta parte de su territorio está en áreas protegidas, incluyendo los famosísimos parques nacionales. Si se considera que la mayoría de la biodiversidad de este país se concentra en estas reservas, es válido calcular que entre el 4% y el 5% de la biodiversidad mundial se encuentra resguardada en estos santuarios insulares.
A mediados de nuestras vacaciones juntas, mi hermana y yo emprendimos una excursión a las cascadas de La Paz desde San José. Íbamos viajando de un santuario a otro, a través de ese país rasgado por tantas carreteras (son guillotinas de asfalto para la fauna), ese país flanqueado de un lado y otro por sembradíos tras sembradíos de plátano, piñas y palmas, cuando de repente vislumbré a lo lejos un horizonte enrarecido, algo como un incendio controlado. Ésas son plantas ornamentales, nos comentó el chofer. Estábamos viendo crotones de fuego, miles, plantas sembradas para ser vendidas más adelante, como el resto de los cultivos. Herían el paisaje con sus aspas al rojo vivo. Es el tipo de espécimen que aparece a la fuerza en todas las bolsas de café, como diciéndote, cómprame soy todo trópico y vapor. Ornamentales. Pensé: quienes escribimos debemos aceptar la existencia de las plantas ornamentales. ¿Cierto? No muy lejos de ahí, miré a través de mi ventana y vi, sin lugar a dudas, una granja de pasto. Un amplio sembradío eléctrico de césped, donde algunos parches habían sido arrancados y enrollados y ahora revelaban un subtexto pardo. Cilindros enormes, espirales verdes, listos para ser despachados a otras regiones del mundo, a parques remotos, camellones y campos de golf, a dondequiera que sus retazos desgarrados y zurcidos volvieran a echar raíz.
Al ver los cilindros de pasto algo me hirvió por dentro. Mi ira tenía que ver con el engaño a la tierra, la permanente depilación de su ahínco. Le había tomado mucho tiempo y energía emanar esa alfombra verde que cada cierto tiempo venían a arrebatarle. ¿Y todo para dónde? Dondequiera. En dondequiera, las mujeres huellan la castidad del musgo y no pierden de vista las escamas radiantes de sus ideas. Ahí hay transeúntes que no tienen género ni sexo, caminan descalzas y se hacen a la idea de andar por el camino fértil de ser solamente una persona. Pero aquí, todavía, la cicatriz: la tierra que jamás termina de comenzar.
Después de horas y horas de campo, llegamos a las cascadas de La Paz. Mi hermana no podía recordar si ya había estado en el mismo lugar. Ah sí, ya me acordé, insistía, seguido de No, espera, creo que no. Entramos a un mariposario, una campana gigante de vidrio donde 25 especies de mariposas presumen su vuelo errático. (Estos patrones de vuelo, un mecanismo importante de defensa, son impredecibles para los depredadores.) La estrella es la Morpho peleides. Cientos salpican nuestro campo de visión, que no es el mismo, nunca es el mismo, el mío, el de mi hermana. Pero la Myscelia cyaniris, aunque más pequeña, tiene un esmalte mucho más iridiscente en su campo color cian. Las mariposas pulsan como un guión parpadeante en un documento de Word, se cierran y se abren. Un espacio en blanco.
Conforme avanzamos por el mariposario juntas, cuidando no pisar un par de alas, esquivando una red invisible de hilos de vuelo, mi hermana al fin concluyó que nunca había visitado las cascadas de La Paz. Me acordaría, me dijo. (Yo también me acordaría). Las crisálidas colgaban de las ramas como gotas gordas, como la secuela de un aguacero verde. Afuera, después de una procesión de dioramas donde unos monos tristes, unos perezosos catatónicos y un ocelote sin amparo se escondían de los peregrinos, encontramos un sendero que lleva a las cascadas. Como cinco piedras preciosas en un collar, las cascadas se conectan, ensartadas a su hilo de agua. Una da paso a la otra, selva abajo.
En el 2009, un terremoto con epicentro en Cinchona cascó toda la región, desaparecieron poblados aledaños, más de mil personas se vieron forzadas a desplazarse. También las cascadas. Se dislocaron. Divorciadas de las piedras que habían pulido con esmero. En 1879, en Irán, el santuario del Jeque Safi Al Din sufrió daños considerables después de un terremoto y el jardín portátil de Ardabil cayó en manos de un mercader inglés que al poco tiempo se lo vendió al Victoria and Albert. William Morris, el famoso escritor y diseñador de textiles, había recomendado la adquisición a los directores del museo. Quién, en momentos telúricos, sísmicos, se detiene a pensar en las vitrinas, en las fugas (sean a borbotones o por goteo) de las ranas y leopardos, las serpientes, los flecos de seda deslizándose entre los fragmentos de vidrio.
Los primeros tapetes persas eran bidimensionales. Sólo contaban con trama y urdimbre y no tenían el pelo donde se acumula el polvo (con frecuencia: insectos y polillas). Cuando descubrieron la técnica del anudado, las tejedoras incorporaron la verdadera forma del césped, la altura modesta, la profundidad donde nos hundimos milimétricamente. La alfombra de Ardabil tiene una densidad de 5,300 nudos por diez centímetros cuadrados. Estos tapetes, mucho más laboriosos que sus contrapartes “bidimensionales”, eran anudados (y teñidos y diseñados) por mujeres nómadas. Conforme la demanda de alfombras iba al alza, las mujeres se fueron arraigando en distintos poblados para optimizar sus tiempos de trabajo. Es decir, el crecimiento en time lapse del pasto en las alfombras es directamente proporcional a sus horas de silencio por centímetro cuadrado. Posteriormente, estas alfombras se vendían, se exportaban. Alguien las terminaría desenrollando como se desenrolla un jardín a la mitad de un templo. Y en cada templo, a la entrada, un mensaje invisible dirigido solamente a las mujeres: Favor de no pisar el pasto. La movilidad de estos tapices es inversamente proporcional a la movilidad de sus creadoras. Pienso en el murmullo deshilvanándose, en los pies de esas mujeres echando raíz, en Isfahán o en otro sitio. No en las alfombras, Dios nos guarde. No. Directo en la tierra.
Los tapetes persas son ornamentales. También son una especie en peligro de extinción. Todo un ecosistema en peligro, de hecho. Sus hilos se decoloran bajo el sol de los siglos, y con ellos la diversidad de plantas y técnicas que los han hecho posibles. Algún día, ya no vamos a encontrar las semillas dispersas de granada, ni las hojas de leche del añil, ni el olor ni la tintura, ni las voces o la ausencia de las voces, como una máquina de vapor, en ningún lado. Y me preocupa. A pesar de que algunos especímenes que perviven hayan sido consagrados a vitrinas tenues en museos, siempre habrá una esporádica polilla. Las creadoras tenían tiempo entre las manos. Ya no hay tiempo para tener tiempo en nuestras manos.
Tuvimos que terminar nuestra peregrinación, por supuesto. Volamos de Costa Rica a la Ciudad de México con las maletas llenas de café y memorias a medio formar que pronto puliríamos con fotos. Mi hermana me enseña una. Por un instante comparto su visión, pero en pretérito perfecto. ¿Y si subo ésta?, me pregunta. En la pantalla de su cámara veo una cascada brumosa que tuvo segundos suficientes para hundir su luz: una foto de larga exposición. Pienso en el agua y en la arena. El jardín zen y fantasmal de mi hermana, yéndose, como vaho en la vitrina. No vimos las dunas que se van a deshilvanar en Costa Rica conforme seguimos calcinando este planeta, pero prefiero no pensar en ello. Nunca he sabido si la arena es una manifestación del polvo. Supongo que tiene que pulverizarse más para ser considerada como tal. Las piedras siempre pueden pulverizarse un poco más. No hay arena, no hay polvo proveniente de las rocas, excepto en los lugares donde el ser humano ha desnudado la tierra. ¿Dónde era exactamente el sitio donde el ser humano no ha desnudado la tierra?
María Gómez de León (Ciudad de México, 1994). Estudió Letras Inglesas en la UNAM. Sus textos y traducciones han aparecido en Argonauta, The Ekphrastic Review, La Revista de la Universidad y JohnBanville.eu.
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