Dejar los libros a un lado, olvidar el texto y esperar a que el eco de las palabras se disuelva. Hacer silencio. Recuperar el cuerpo, el instinto y la corriente de las ensoñaciones. Divagar sin rumbo a través de las brumas de la memoria, como los viajeros que prescinden de mapas y cartas de navegación. Abandonar las bibliotecas para que las historias trabajen solas, para que la música del poema baje hasta nuestras piernas.
Suspender la novela. Apagar la luz y caminar a oscuras, ebrios de una ingesta desaforada de imágenes y letras. Guardar el tiempo de digestión. El espacio intermedio en el que las narraciones son filtradas y absorbidas, reescritas como pulsos eléctricos en la base del cuello. Hacer una pausa y escupir las frases amargas. Renunciar a la tentación del cuento, de la fábula necia que nos mece con su rosario de batallas, amores y aventuras.
Concederle al tedio su momento y recrearse en su tibieza. Eludir el vértigo de emitir un juicio y rumiar desapasionadamente, como bueyes acostumbrados a una misma pastura. Y entonces mirar cómo avanza el efecto de los libros, su tósigo mortal, cada cual una sustancia distinta como las drogas de una botica antigua y misteriosa.
Transitar el pasmo y la suspensión, gozar el vuelo y descender a la tierra perplejos y sin voz, como los sobrevivientes de un resplandor destructivo. Percibir el aliento del animal que somos, la carne palpitante que tiembla y olisquea, y que nada sabe de letras ni sentidos. No leer para lavar las interpretaciones, para mudar la manía en contemplación de no saber cómo ni cuándo volverás a los relatos.
Pero, sobre todo: no leer por no leer, para rebelarse a la tiranía del lenguaje; por displicencia, por arrogancia, por locura y por náusea informativa, para salvarse del intelectualismo, del esnobismo y de la miopía. No leer porque te escurren teorías, argumentos, refutaciones, citas antiguas, silogismos absurdos y opiniones variopintas.
No leer, también, por cortesía, por higiene, por capricho y sin razones, porque es posible y es muy fácil: no leer para asimilar y sentir cómo se hunden las palabras y cómo flotamos en un mar incierto, esperando a que emerjan nuevas historias a donde asirse, como los náufragos dóciles de un buque fantasma que nunca completa su travesía.
Graciela Servín es escritora, naturalista y profesora. Desde hace diez años imparte cursos sobre literatura y protección ambiental.
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