En mi jardín de niños no había ningún jardín. Enrejado en una zona residencial de Tlalnepantla (al norte de la Ciudad de México) teníamos un patio de cemento con algunos juegos metálicos. Sobre el cemento, quienes no tenían noción de cuánto mide el pie de un niño de tres años, pintaron con rayas amarillas gigantes algunos avioncitos en los que realmente no podíamos jugar. Sobre el cemento había también rayas sobre las que nos debíamos de formar cuando comenzaba a sonar la música que marcaba el fin del recreo. En cuanto repicara el timbre, nos exigían estar listos como soldados, con nuestro grupo. Nuestro jardín era una jungla de metal y de cemento reglamentado.
El patio del jardín de niños simulaba al de una prisión y estaba enteramente enrejado. Solo detrás de las rejas se podía vislumbrar el mundo de afuera: algunos árboles, la papelería, el pueblito. El único sobreviviente al encementado era un árbol de pirul moribundo, enmarcado por un cuadro, obviamente de cemento, en donde a veces nos sentábamos a almorzar. Las niñas que jugaban a “la comidita” juntaban palos, tierra y los ramilletes de bolitas rojas que colgaban del árbol. Después, nos ofrecían los suculentos platos que habían preparado, en hojas de papel. El triste pirul era la única y más importante raíz de todos nuestros mundos. A veces era la base para estar a salvo de las persecuciones. Otras veces era la cueva del lobo que se escondía detrás, cuando jugábamos en un bosque imaginario, esperando “mientras el lobo no está, porque si el lobo aparece, a todos nos comerá”. Y otros días el árbol era la tienda de municiones donde mis compañeros armaban un arsenal de bolitas para dispararse durante la clase. Para mí, el árbol era el perfecto modo de construir pequeñas casas y creaciones: me daba madera y personajes redondos, barro y pequeñas hojas para decorar.
El creador de la institución de los jardines de niños (o Kindergarten), Friedrich Froebel, quería que los espacios donde los niños más pequeños se iban a reunir no fueran escuelas con aulas en el sentido tradicional, sino jardines. Su visión de los jardines de niños surgió de una compleja conjunción de la visión romántica alemana de la unión con la naturaleza y de una pedagogía progresiva (del pedagogo suizo Pestalozzi) que alentaba la curiosidad y la capacidad de observar de los niños.
Friedrich Froebel
Froebel creció en la zona rural de Turingia, cerca de Weimar, y los bosques y jardines fueron su principal refugio ante la soledad y abandono de su padre, un ministro protestante. Su devoción a la naturaleza lo llevó a ser un aprendiz de carpintero en el bosque de Turingia y en sus constantes caminatas estudiaba, analizaba y clasificaba la flora y los especímenes locales. Los árboles se convirtieron para él en símbolos de la vida humana y del vínculo espiritual con lo divino.
Crecí odiando la naturaleza. Cuando era niña, mis viajes a la ciudad de la eterna primavera, Cuernavaca, acababan en ataques de alergia sumamente intensos. Recuerdo los estornudos sin parar, los mocos, las lágrimas, la comezón en todo el cuerpo y una pastilla que me hacía quedarme dormida para “prevenir” los efectos alérgicos. Más bien, me evitaba interactuar con cualquier cosa que no fuera mi almohada. Y todo era por el jardín, el pasto, los enormes árboles, el polen, la tierra húmeda y el calor. Acaso por ello, le dirigí mi rencor a todo lo verde y mi único deseo por años fue ser una rata de ciudad, para siempre. Mientras menos verde mejor. Si no hubiera sido por la nueva generación de antialérgicos, me habría declarado para siempre una mujer del cemento con estrés postraumático provocado por la naturaleza.
En las cartas en donde aclara su filosofía de la educación, Froebel proponía que los jardines de niños (llamaba jardines al conjunto de niños), debían tener su propio jardín. Además, no habría maestros, sino jardineros y jardineras de niños. Sería un espacio para que los niños más pequeños crecieran y se desarrollaran libremente, a través del juego. Para Froebel, el kindergarten tenía tres principios esenciales: el juego creativo (que se desarrollaba a través de los dones o regalos y las ocupaciones), las canciones y los bailes, y la observación y cuidado de las plantas en un jardín para estimular su conciencia de la naturaleza.
kindergartens a principios del siglo XX
Froebel trazó una analogía entre los jardines y los niños. Las plantas crecen y se cultivan en armonía con la naturaleza bajo el cuidado de Dios y de la supervisión habilidosa de un jardinero, y los niños son las semillas que la humanidad cultiva, son los organismos más importantes a los que debemos de nutrir para que se puedan comprender a sí mismos, a Dios y a la naturaleza.
Durante su juventud, Froebel trabajó con uno de los cristalógrafos más importantes del mundo en Berlín. Esta experiencia cambió fundamentalmente su forma de concebir el mundo. Mientras que otros veían en la naturaleza formas orgánicas enteras y fluidas, como montañas, plantas y ganado, a Froebel le interesaba sobre todo el mundo mínimo, microscópico, las líneas rectas y las formas geométricas de los cristales. Así es como comenzó a pensar que estas formas eran los componentes básicos, los bloques con los cuales se construye la realidad.
Mi abuelo era arquitecto. En su casa rodeada del jardín alergeno, en Cuernavaca, tenía bloques de madera de todos los tamaños con los cuales construíamos torres enormes. No me sorprendería descubrir que posiblemente lo educó alguna discípula de Froebel, en los Países Bajos, en donde creció. Muchos arquitectos famosos como Le Corbusier o Frank Lloyd Wright, además de artistas del movimiento surrealista y expresionista fueron a jardines de niños que seguían el modelo original de Froebel que consistía en introducir ciertos “dones” o regalos para que los niños fueran reconociendo y usando diferentes formas y patrones. Se trataba de un jardín de niños que fomentaba la creación y el juego con mundos hechos de bloques, arcilla, y de figuras geométricas. Pero la parte favorita de mi abuelo de construir torres era tirarlas. La avalancha desataba mis lágrimas y buscaba refugio en las faldas de mi mamá.
Froebel decía:
Es particularmente importante que los niños cultiven sus propios jardines, pues ahí verán que sus esfuerzos tienen un resultado orgánico. El niño verá que lo que cultiva está sujeto a las leyes de la naturaleza que él no puede controlar, y que depende también de la forma en que trabaje con ella. Su vida con la Naturaleza y su curiosidad acerca de las flores y de las plantas, así como de otros fenómenos naturales se va a satisfacer por completo y sus esfuerzos se verán recompensados, pues los jardines de los niños generalmente crecen y florecen.
Mi jardín de niños, a pesar de llevar el encabezado alemán Kindergarten, estaba decididamente alejado del modelo de Froebel. Parecería que de aquel jardín queda solo el impulso civilizatorio del jardín de contener la barbarie del crecimiento desbocado de las selvas o los bosques (o de los seres humanos), que en su estado natural se reproducen sin límites y sin gusto. Pero algo de ese jardín propio cultivé, no en una parcela física, sino en la imaginación. Quizás fue gracias al pirul moribundo o quizás porque necesitaba buscar refugio en los libros luego de estar en contacto con las pocas plantas y flores de mi niñez. O acaso fue la forma en la que, como Froebel, me he dedicado a encontrar formas para poder ver las rejas y los cercos de la realidad de maneras siempre inesperadas y extrañas. A mí también me obsesionan las formas de los cristales y de las rocas, las líneas de la erosión y las pintadas en el cemento. Siempre las formas. Algo alimentó mi curiosidad, aunque ciertamente no fueron los jardines ausentes de mi jardín de niños.
Christina Soto Van Der Plas (Ciudad de México, 1989), doctora en literatura latinoamericana por Cornell University. Ha publicado múltiples textos académicos y crónicas en revistas nacionales e internacionales. Su libro Curaçao: costa de cemento pueblo de prisión (FETA: 2019) fue ganador del Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay 2019.
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