A finales de 1958 un joven pintor, Yvon Taillandier, entrevista a un silencioso y consagrado pintor, Joan Miró (Barcelona, 1893-Palma de Mallorca, 1983), para la nueva revista XX siècle. Y el milagro se produce. Miró habla y habla de su proceso de creación.
Con 65 años Miró se encuentra en la cúspide de su oficio. Trabaja en su nuevo taller, en las afueras de Palma de Mallorca, en dos grandes murales para las oficinas centrales de la Unesco en París (por los que recibirá el Premio Internacional Guggenheim), prepara la gran exposición retrospectiva que unos pocos meses después le va a dedicar el Museum of Modern Art de Nueva York y ese mismo 1958 se edita el libro À toute épreuve, en colaboración con su amigo Paul Éluard, ochenta xilografías en madera de boj. Son tiempos en los que Miró trabaja y explora con artesanos nuevas técnicas en cerámica y xilografía.
El texto de esa entrevista se volvió a publicar en 1964, en París, en formato libro de coleccionistas (75 ejemplares), ilustrado por Miró. Ese mismo año Gustavo Gili lo publica en español en, también, sólo 600 ejemplares. La misma editorial lo rescata Yo trabajo como un hortelano en 2018 en una bella edición, la misma de I Work Like a Gardener de Princeton Architectural Press.
Considero mi taller como un huerto. En él hay alcachofas. Aquí patatas. Es necesario podar las hojas para que los frutos se desarrollen. En un momento dado resulta preciso cortar. Trabajo como un hortelano o como un vinatero. Las cosas vienen lentamente. Mi vocabulario de formas, por ejemplo, no lo he descubierto de una vez. Se formó casi a pesar mío.
Las cosas siguen su curso natural. Crecen, maduran. Es preciso injertar. Hay que regar, como con la ensalada. Así maduran en mi espíritu. Por eso trabajo siempre en muchísimas cosas a la vez. E incluso en dominios diferentes: pintura, grabado, litografía, escultura, cerámica.
Para mí, un objeto es algo vivo: este cigarrillo, esta caja de cerillas contienen una vida secreta, mucho más intensa que algunos humanos. Cuando veo un árbol recibo una impresión, como si fuera algo que respirase, que hablara. Un árbol es también algo humano.
La inmovilidad me afecta. Esta botella, este vaso, un grueso guijarro en una playa desierta son cosas inmóviles, pero desencadenan en mi espíritu grandes movimientos. No experimento lo mismo ante un ser humano, que se desplaza siempre de forma idiota. La gente que va a bañarse a la playa y que se mueve, esto me afecta menos que la inmovilidad del guijarro. (Las cosas inmóviles resultan grandiosas, mucho más grandiosas que lo que se mueve). La inmovilidad me hace pensar en grandes espacios donde acontecen movimientos que no tienen fin.
Trabajo en un estado de pasión y arrebato. Cuando comienzo una tela, obedezco a un impulso físico, la necesidad de lanzarme; es como una descarga física. Naturalmente, una tela no puede satisfacerme enseguida. Y al principio siento ese malestar que le he descrito. Pero como soy muy peleón en esas cosas, entablo el combate. Es un combate entre yo y lo que hago, entre yo y la tela, entre yo y mi malestar. Este combate me excita y me apasiona. Trabajo hasta que cesa el malestar.
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