Hay jardines que florecen como sitios para el deambular ocioso, otros brotan para resguardar amplios catálogos de árboles y plantas o para preservar especies de animales e insectos. Existen jardines suntuosos en donde se cultiva con mimo el ornato vegetal. Hay jardines monásticos, jardines deportivos y jardines en los que uno se prepara para morir.
Cada jardín -como cualquier organismo nutrido de luz- acaba por encontrar su rostro. Un equilibrio de ritualidades y cultivo en el que se reparten los quehaceres: la enseñanza, la meditación, la siembra, la danza y la oración.
Arquetipo del cosmos, el jardín es entre otras cosas un lugar para redescubrir las relaciones entre el hombre y la naturaleza. Si los maestros peripatéticos caminaban sus lecciones era para seguir un principio simple de pulso y sincronía, para compartir las ideas al compás de la marcha, percibiendo un ritmo y una respiración común.
Porque para los antiguos griegos el conocimiento era logos, pero también aliento y corazón. Cuando Nietzsche escribió que “los grandes pensamientos se conciben caminando”, lo hizo honrando a una estirpe de filósofos ambulantes. Heráclito, Pitágoras, Sócrates, Platón y Diógenes fueron indudablemente pensadores dinámicos y errantes. Podemos decir sin temor a equivocarnos que el pensamiento griego se concibió al aire libre y al amparo de las estrellas.
Esta tradición andante pasa por el que es quizá el jardín más emblemático del período helenístico: el jardín de Epicuro, cuyos relatos nos hablan de un vergel en donde la amistad y el conocimiento germinaban simultáneamente. Un jardín hospitalario y un huerto para abastecer de frutos y vegetales a quienes circulaban por ahí. Un jardín filosófico y un jardín-refugio adonde podían acudir mujeres y esclavos y ser tratados como iguales.
En oposición a la república ideal del platonismo, el jardín epicúreo se distingue por su belleza simple y fraternal. Un edén modesto en tiempos de decadencia en donde la amistad, el arte y la filosofía guiaban la marcha y los silencios de los individuos.
A falta de testimonios es posible imaginar un jardín sembrado de higueras, olivos, naranjos y árboles de granada; senderos sinuosos a la sombra de los almendros; pequeñas fuentes y cielos abiertos al vuelo rasante de las golondrinas. Un paisaje verde, arbolado y luminoso, mimado por la frescura de las brisas mediterráneas en donde los frutos y las ideas compartían los cambios estacionales. A la entrada, cuenta Séneca en sus Cartas a Lucilo, se lee una inscripción: “Extraño, tu tiempo será agradable aquí. En este lugar el mayor bien es el placer”.
De los trescientos rollos escritos por Epicuro (según Diógenes Laercio) se conservan apenas algunas de sus máximas y epístolas; en ellas es posible conocer las formulaciones y las hipótesis con las que el filósofo de Samos abonó su jardín.
Discípulo de Demócrito, Epicuro fue primordialmente un atomista: concibió la realidad como un asunto material experimentado por el cuerpo a través de las sensaciones. Un universo en donde los cuerpos cambian y se disuelven, viajan de un lugar a otro a través del vacío y perpetúan ciclos de vida y muerte.
Ante tal evidencia, el malestar humano podía aliviarse por medio de un tetrapharmakon o “remedio cuádruple” que se resume de la siguiente manera:
1) No temer a los dioses.
2) No temer a la muerte.
3) El bien es fácil de conseguir.
4) El dolor y el sufrimiento son fáciles de soportar.
No es este el espacio para ahondar en estas sentencias ni para caer en berenjenales teóricos. Si alguna virtud tiene el pensamiento de Epicuro es su claridad y su sencillez, su vocación pragmática y su funcionalidad. Después de todo, la finalidad del proyecto epicúreo es conducir al individuo a la ataraxia o tranquilidad de ánimo; si se hace filosofía no es para construir hermosos castillos abstractos sino para ser feliz, aquí y ahora, en este mundo bello y complejo.
Dicho lo cual, transcribo algunas ideas para que sea el mismo Epicuro quien nos adentre por los caminos de su jardín:
De todos los medios de los que se arma la sabiduría para alcanzar la dicha en la vida el más importante con mucho es el tesoro de la amistad.
A la Naturaleza no se la debe forzar sino hacerle caso, y le haremos caso si colmamos los deseos necesarios y los naturales siempre que no perjudiquen y si despreciamos con toda crudeza los perjudiciales.
Quien un día se olvida de lo bien que lo ha pasado se ha hecho viejo ese mismo día.
No debemos perder los bienes presentes por el deseo de los ausentes, sino que debemos darnos cuenta de que estos que tenemos ahora estaban también entre los solicitados.
No hay que aparentar que buscamos la verdad sino buscarla realmente, pues no necesitamos ya parecer que tenemos buena salud sino tenerla realmente.
Hay que liberarse de la cárcel de la rutina y de la política.
Lo insaciable no es la panza, como el vulgo afirma, sino la falsa creencia de que la panza necesita hartura infinita.
También en la moderación hay un término medio, y quien no da con él es víctima de un error parecido al de quien se excede por desenfreno.
Es estúpido pedir a los dioses las cosas que uno es capaz de procurarse a sí mismo.
Nada es suficiente para quien lo suficiente es poco.
A line made by walking, Richard Long
Hay que decir que el epicureísmo suele confundirse con una suerte de hedonismo caprichoso. Una filosofía de los placeres sensuales que surge para contrarrestar el desasosiego de los tiempos de caída. Se olvida que el pensamiento de Epicuro conjuga el gozo y la ascesis, la conversación y el silencio, el balance entre el ocio y el trabajo corporal. No pretende hacer apologías del instinto ni reírse socarronamente de los altos ideales de su tradición; su búsqueda es más parecida a la del científico que a la del moralista: es a cada individuo a quien corresponde descubrir la verdad dentro de las demarcaciones del cuerpo y de la propia experiencia.
José Manuel Velasco es bibliotecario y gestor cultural. Editó la antología Viajes al país del silencio, editada por Gris Tormenta y ha colaborado en medios como Nexos, Tierra Adentro, la Ciudad de Frente y la revista Chilango.
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