En el año 2015 Mónica González, Pablo Ferri y yo dimos un giro a nuestro trabajo periodístico y decidimos entrevistar a soldados acusados de haber cometido crímenes como tortura, desaparición forzada y ejecución extrajudicial. Una decisión que cuatro años después se convertiría en el libro La Tropa. Por qué mata un soldado.
Esa mera decisión, que se tomó una tarde mientras cocinamos tortilla con papas y nos desahogamos de nuestras frustraciones laborales, tuvo implicaciones éticas que no alcanzamos a vislumbrar. Entonces pensábamos que lo complicado de ese emprendimiento periodístico sería acceder a esos soldados. Encontrarlos, convencerlos de que platicaran con nosotres, hacerles las preguntas, tomar nota.
Eso, en realidad, fue apenas el arranque del ejercicio. Apenas comenzamos con las entrevistas -primero dentro de la cárcel militar en Lomas de Sotelo, después en un cuartel en la frontera norte del país, luego en distintos parques y cafés de la ciudad de México a donde venían a hacer trámites, y finalmente en un pueblo de Oaxaca, donde vive un número considerable de militares en retiro- y los dilemas se nos plantaron de frente:
¿Cómo se le pide una entrevista –e implícitamente se le pide confiar– a alguien en quien, por principio ideológico, desconfías? ¿Es posible tener una conversación “en confianza” con alguien que es acusado de hacer daño a otras personas? ¿Y qué hago con esa simpatía que me causa una persona que participó en la tortura de hombre mientras su mando lo golpeaba hasta la muerte? ¿Estoy traicionando a las personas que han sido víctimas del daño, víctimas de militares como éstos si les escucho? ¿En qué momento confrontar su relato, su testimonio, que escucho incrédula, pero también con curiosidad y también con miedo? Si no los confronto cara a cara porque no tengo los argumentos o porque tengo miedo, y los confronto en la escritura, ¿estoy faltando a su confianza? El listado de violencias que vivieron a lo largo de su vida –pobreza, discriminación, violencia intrafamiliar– ¿hasta que punto justifica la que ellos ejercen ahora? ¿Cuál es la línea que divide el justificar al entender? ¿Y después de entender qué se hace? ¿Merecen ser escuchados quienes ya hablaron al torturar, al desaparecer, al matar? Y en caso de que creamos que sí lo merecen –nosotros lo creímos, por eso estábamos ahí–, ¿a quién le corresponde entender? ¿Puedo pedirle al papá de un joven asesinado por militares que escuche? ¿Qué intente comprender? ¿Y entonces qué hacemos con elles? ¿Qué lugar hemos pensado, imaginado para les perpetradores? ¿Será que la imaginación sólo nos alcanza para el odio, para la cárcel, para la condena absoluta? ¿Te harías todas estas preguntas si la hija herida, desaparecida, violada, asesinada fuera la tuya?
Una a una nos fueron llegando todas esas preguntas conforme avanzábamos en las conversaciones con los soldados.
¿Cómo las resolvimos? No sé si lo hicimos. Creo que fue un cruce constante de un río: en la orilla de un lado estaba la palabra de los soldados, su nombre, su vida concreta, sus experiencias ubicadas en un tiempo y en un lugar, estaba eso que ellos pensaban honrar con su vida como personas completas -padres, hijos, pareja, amigos- no sólo con su ser soldado. En la orilla del otro lado estaba la palabra de las víctimas sobrevivientes, la palabra de las familias de quienes no sobrevivieron, estaba el silencio también y sus sueños cortados abrupta y violentamente, estaba su resistencia. Y quizá nuestro trabajo fue cruzar de un lado a otro constantemente, a veces revolcados por la corriente, a veces impedidos por esa corriente a mirar, cruzar al otro lado, muchas veces arrastrados por nuestros miedos, convicciones personales y políticas, o por algo tan superfluo como el estado de ánimo del día; otras veces ni siquiera lo intentamos, estábamos agotades, llenos de dudas, sin tener claridad en el rumbo.
Pienso que ese cruce del río continúa. No hay nunca una última palabra. Tampoco hay nunca una última escucha. O una única escucha. Personalmente, a veces quisiera que mi escucha tuviera más furia o más entendimiento político del poder que ejerce el estado; quisiera que fuera menos maternal y más confrontativa, que tuviera más rebeldía. Pero no es así. Siento que después de escuchar a los soldados, ser interpelada por ellos y escribir La Tropa me hice una persona más cautelosa en mis juicios. Siento también que perdí furia.
Hace unos días conversé con Rogelio Amaya, un joven que fue torturado por policías federales y encarcelado durante casi 4 años. Conversamos con motivo de la detención de uno de esos policías que lo torturó. Por fin, después de una década desde que fue víctima de esos crímenes, Rogelio comenzaría a ver un camino hacia la justicia. Por fin su palabra, su testimonio, la palabra de su esposa y sus hijos, de su hermano, que luchó para sacarlo de prisión, por fin el trabajo de las abogadas y acompañantes psicosociales –Diana, Paty, Valeria, Edith– por fin verían resultados. Por fin esa tan ansiada justicia. Le pregunté a Rogelio cómo se sentía. Me dijo que todavía no sabía entender cómo se sentía. “Es algo confuso, incluso siento lástima por él, no es odio ni rencor. Es más bien como compasión por él. No soy quien para desearles castigo a personas que cometieron errores, yo ya los perdoné, pero tengo que testimoniar por las otras personas que fueron torturadas y para que otras personas ya no sean torturadas, ojalá y sea así… Es doloroso, es confuso, me pregunto por la esposa y los hijos de ese policía y me pregunto si están sufriendo como sufrió mi familia cuando a mi me detuvieron”.
Me detengo en esta última frase de Rogelio, en su pensar en la esposa y los hijos del policía y en el posible sufrimiento que puedan tener, así como lo tuvo su familia. Ahí está la clave de algo: el reconocer persona a la otra, en este caso, un policía torturador, alguien que muy posiblemente no se detuvo en considerar persona a Rogelio y a sus compañeros cuando los golpeaba, los amenazaba, les daba toques eléctricos y simulaba disparar un arma en su cabeza. Siento que la reflexión de Rogelio abre algo o más bien rompe algo, una dinámica de negación de la otra persona, y romper con esa negación permite entonces abrir una posibilidad de escucha. Durante un taller sobre violencias el terapeuta narrativo Alfonso Díaz hablaba de su experiencia trabajando con hombres que han ejercido violencia en sus comunidades, contra sus parejas, en sus familias. En su experiencia Alfonso mencionó la importancia de que cualquier trabajo para erradicar la violencia tendría que partir de un reconocimiento de la dignidad de la persona que violentó. Entender que ese acto o esos actos de violencia no le definen, que es más que eso, que puede ser más que eso. Y siento que eso hizo Rogelio, no definió al policía torturador por el acto de tortura, sino que imaginó a un hombre con una familia.
Hay distintos niveles o miradas para acercarnos a les perpetradores –partiendo de que hay muchos niveles también de responsabilidad en esos crímenes; no hay el mismo nivel de responsabilidad en quien ejecuta, que en quien maquina y da la orden, y se beneficia de ese ejercicio de poder, por ejemplo–. Hay distintas experiencias para pensar la justicia, para nombrar o imaginar una posible reparación –si es que la hay–. Hay posibilidades distintas de ese acercamiento, como decía Primo Levi, no correspondería a quienes han sido víctimas intentar entender ese mal, nos corresponde a una sociedad entera en donde coexistimos con perpetradores, con quienes han sido víctimas de su violencia y donde estos papeles no son fijos ni definitivos.
Durante nuestra investigación con los soldados acusados de cometer crímenes trabajamos con preguntas que nos permitieran entender su ser soldados, la forma en que se construyeron como tal, la cadena de hechos, situaciones, decisiones, órdenes que les hicieron llegar al momento de violentar a otra persona. Intentamos hacer preguntas para reconocer y nombrar el daño. Poco trabajamos en pensar con ellos cómo podría repararse el daño hecho, cómo imaginan la vida de las personas que violentaron, qué les dirían. Pero ese trabajo sí lo hizo la organización Cauce Ciudadano durante unos encuentros realizados en distintos penales del país (Reynosa, Veracruz, Morelos). En esas conversaciones encontró que muchos de los hombres civiles presos acusados de secuestrar, matar y violar, creían que el mero hecho de estar en la cárcel era suficiente para “pagar” su culpa, algo que no repara ni sirve a la vida concreta de las víctimas, y menos en sistemas judiciales tan deficientes como el nuestro. Hasta entonces no se les había preguntado qué le dirían a la víctima si pudieran hablar con ella o cómo se imaginan que podrían reparar el daño hecho, o si no reparar, al menos poner atención en él. No se les había preguntado, no se les había escuchado.
Y creo que es ahí, en esa sociedad dolida, impune, con muchas historias de violencia entrecruzadas, donde la escucha es una herramienta para luchar por una sociedad menos violenta.
El título de este texto nació de las palabras que un amigo me envió para invitarme a escribir, su intención nacía después de haber leído el libro La Tropa. “A pesar de la desesperanza que infunde, mantiene vivas las preguntas, que para mí, hoy, son lo más cercano a la esperanza”, dijo. No había pensado las preguntas así, como esa posibilidad. Una pregunta abre horizontes, escenarios, posibilidades y cuando una sociedad tiene ante sí todo eso, entonces hay esperanza. Entonces quiere decir que no todo está enunciado. Y cuando no todo está enunciado, entonces hay espacio para la imaginación, entonces hay silencio y si hay silencio, hay lugar para que la palabra nazca y suceda la escucha.
Daniela Rea es reportera, autora de Nadie les pidió perdón: historias de impunidad y resistencia (2016) y La Tropa. Por qué mata un soldado (2019). Dirigió los documentales No sucumbió la eternidad (2017) y Paisajes (2021). Es integrante de la Red de Periodistas de a Pie y de Pie de Página, espacios periodísticos enfocados en temas sociales y derechos humanos. Entiende su oficio como un ejercicio constante para la creación de espacios seguros de conversación entre las personas, espacios que convoquen al encuentro y la escucha para una posible comprensión, para imaginar las justicias que queremos.
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