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Nicolás Buenaventura

Ver voces


 

Entrevista (13:19 mn.) con Yeimy Pachón en 2020.



Las ciudades sufren cambios que no se ven, de los que no se habla. Aquello que François Jullien llama transformaciones silenciosas. Son silenciosas porque son continuas y globales, y se pueden revelar en tanto acontecimientos sonoros. Nuestro órgano continuo y global es el oído. Podemos cerrar los ojos pero nunca cerramos los oídos; mientras nuestra mirada se centra en un punto, nuestra escucha es omnidireccional.


 

Invitado a participar en el número 6 de Bogotá Contada quise indagar la escucha de la incesante sinfonía que puede ser esta ciudad y me encontré con otros oídos, los oídos de otros. Entrevisté en mayo 2019 a Yeimy Pachón Forero, una mujer valiente y generosa que enfrenta cada día como una aventura y cada regreso a casa como una odisea. Escribo 2019 y tengo la sensación de que son tiempos remotos, como si la Covid 19 hubiera dejado un corte y los últimos meses hubieran desgranado décadas. Sentí la necesidad de volver a contactarla y preguntarle cómo había vivido estos tiempos desaforados, la pandemia, el confinamiento. Yeimy es maestra en educación y ha seguido enseñando durante estos meses con dificultades que superan mi entendimiento y ponen a prueba mi imaginación, como podemos escuchar en la grabación de la conversación reciente, que acompaña y actualiza la crónica que aquí reedito de nuestro primer encuentro.


Bogotá es una ciudad inmensa. Sus barrios huelen a pan, a panadería, a “líchigo” [tienda de barrio]. Un “líchigo” y un “fruver” [marca de supermercados de frutas y verduras] huelen muy distinto. El “líchigo” huele a cebolla, a panela, a papa cruda.


En las mañanas los barrios huelen a panadería, otros huelen a arepa de choclo. En los barrios se oye el caminar. En las noches se oye la gente volviendo a sus casas.


El Centro es muy agradable, las calles son transitables. A pesar de que los andenes son pequeños una se siente segura.


Cuando llueve la ciudad es menos amable. Todo el mundo va de afán. Es horrible. Una no oye más. Las llantas de los carros rodando sobre el asfalto mojado producen un ruido que detesto, como el de un televisor mal sintonizado. Un ruido fuerte que no deja escuchar. Además de los motores, los pitos, la impaciencia… Y, por si fuera poco, ¡están los charcos! Todo se vuelve enemigo. La gente corre, no ve nada y una no puede correr, ni evitar los

charcos. Una no puede tener afán. Cuando hay sol, la gente está más dispuesta a ayudar.


En los barrios es distinto, con la lluvia logro ver qué tan larga es cada cuadra y en los barrios, el olor de la lluvia es tranquilizador.


Me gusta el frío, es más agradable al tacto. Es más fácil tocar las superficies frías, más fácil leer las cosas…



Yeimy es hija de una madre soltera, pasó gran parte de su infancia en un hogar donde solo recibían a niños ciegos, luego fue a un colegio de niños videntes y eso la obligó a tener otra relación con la ciudad.


Mi madre tenía que trabajar y yo tenía que formarme, no tenía papá y eso me dio una historia de vida.


Tuvo que aprender a salir sola con el bastón, a tomar el bus. En aquel tiempo el

Transmilenio estaba en obras. Viajar en bus era más difícil, vencer esa dificultad fue importante. Vencer el miedo de caminar y perderse, de caerse, de estrellarse, el miedo de enfrentar la calle, tomar el bus equivocado. Más que a la inseguridad de la ciudad, le temía a salir sola y no controlar nada y aprendió. Educó su oído, educó su olfato, educó sus pies…


Bogotá te obliga a una orientación particular; los cerros al oriente, las calles de oriente a occidente, las carreras de sur a norte. Como persona ciega tengo que tener mucha lateralidad, los videntes pueden tener conflictos de lateralidad, una no. Una puede demorarse mucho en el recorrido de una cuadra. Si paso por ella todos los días termino por reconocerla, pero la continuidad siempre está llena de obstáculos; una silla, un vendedor, un vehículo. Percibir es fundamental, adquirir una conciencia mayor de la calle. Si la conozco sé donde están los huecos y esta es una ciudad llena de huecos. Es mi necesidad de no estrellarme lo que me da esa conciencia. Hay que aprender a distinguir: un carro pequeño,

un carro grande, un camión, una moto…


Sentir el viento es muy importante. El viento me ayuda a saber si el espacio es cerrado o abierto. Con el viento percibo las paredes, percibo si tengo al frente una avenida. En cada espacio el viento es distinto. El viento me orienta más que el sol. Y los pies. Cada mañana, antes de calzarme, pienso los trayectos para elegir los zapatos. Los pies ayudan a mirar, a percibir el mundo. Nunca mando el paso duro porque si hay algo blando ya no puedo evitarlo. Voy despacio, mirando con los pies. Como mujer ciega, el equilibrio tampoco es el mismo, hay que encontrarlo de otra manera, con otros puntos de referencia. Una mujer advierte el hueco, yo no puedo evitarlo hasta que no me encuentro con él. Entre una más sale, más experta se vuelve y pierde el miedo, se vuelve práctica con la calle, con la ciudad. No es un don, no tengo ningún poder extraordinario, es solo entrenamiento, aprendizaje.


Sentir el viento es muy importante. El viento me ayuda a saber si el espacio es cerrado o abierto. Con el viento percibo las paredes, percibo si tengo al frente una avenida. En cada espacio el viento es distinto. El viento me orienta más que el sol. Y los pies. Cada mañana, antes de calzarme, pienso los trayectos para elegir los zapatos. Los pies ayudan a mirar, a percibir el mundo.


Hay cosas que han cambiado. El Transmilenio lo ha hecho más fácil, ya no tengo miedo de pasarme de la estación, transformó mi vida como persona ciega. El bastón de rodachín también, con el de puntera hay que ir dando golpes, el de rodachín es más práctico, pero es más costoso.


Yeimy lleva 20 años enfrentando la experiencia de una Bogotá que no se ve y también aquella de ser vista por la ciudad. Ella escucha cómo es percibida, recuerda haber escuchado decir a su alrededor ¿Pero cómo es que se le ocurre salir sola? o Es bonita pero tiene que es ciega y no se le puede hacer nada.

Ya me había asombrado la manera como Yeimy ve la ciudad, escucharla describir cómo es vista me dejó perplejo:


La gente que pide en la calle no me pide dinero y ha habido gente que me ha dado dinero sin que yo pida nada. En la calle es más común ver hombres con discapacidades que mujeres. Las familias protegen a las niñas ciegas, es difícil que las dejen salir. En otros lugares la gente es más amable. En Ipiales, donde también hace frío, la gente está muy pendiente. Acá a una la ayudan a pasar la calle y ya; en cambio en Cali lo llevan al lugar. No tanto en Medellín… En otros lugares hay mucha sobreprotección, la percepción hacia los ciegos es otra, una entra a una cafetería y le preguntan: ¿Pero usted sí va a pagar? En Bogotá es distinto. Es como una selva, es difícil: sus rampas, sus huecos, sus avenidas, su tráfico intenso, su ruido, la gente que se atraviesa… Pero hay cosas que han cambiado. Antes, en los transportes públicos pensaban que me subía a pedir plata; hoy en día, no. Los ciegos nos hemos ido ganado lugares. Como hay muchas más personas ciegas que nos arriesgamos a salir hemos cambiado la manera como nos miran. Hemos creado otros espacios, hemos podido demostrar que no somos inservibles.


Me gusta mi barrio, los vecinos me conocen. Sé cuando la gente me mira. A veces están mirando si me voy a estrellar, yo lo siento. Están pendientes de si el oráculo de muchos signos me va a permitir llegar sana a mi destino. Pero no hay tal oráculo. A una le toca educar sus sentidos, pedir ayuda, ver las voces…


¿Ver las voces?


Sí. Para ver las voces hay que saber preguntar y depende mucho de lo que necesito. Si digo: ¿voy bien para tal lugar? Me dicen: Sí, sí, sí. Tengo que identificar bien los ritmos de la voz. Los intervalos me permiten saber si la persona sabe, si es verdad, si es fiable. No se trata de un don. Una tiene que desarrollar la capacidad de leer las tonalidades, los intervalos, los acentos. Lo que la gente hace como gestos también lo hace con la voz y una aprende a ver esos gestos en la voz. A través de la voz imagino la forma de ser de las personas. Si es una persona tranquila, si es buena gente… No pienso nunca en su físico sino

en su forma de ser. La gente que es muy bonita muchas veces no es buena gente. Oigo decir a mi alrededor: ¡Es que es lindísimo! Lo conozco y me parece que no. Una ve otra cosa.


Si digo: ¿voy bien para tal lugar? Me dicen: Sí, sí, sí. Tengo que identificar bien los ritmos de la voz. Los intervalos me permiten saber si la persona sabe, si es verdad, si es fiable. No se trata de un don. Una tiene que desarrollar la capacidad de leer las tonalidades, los intervalos, los acentos. Lo que la gente hace como gestos también lo hace con la voz y una aprende a ver esos gestos en la voz.


Un sujeto me estuvo siguiendo todo el día, me atacó. ¡Dos veces! Yo no pude describirlo. Esa es una dificultad como mujer ciega y no tengo la facultad de resolverla.


En esta ciudad hay que estar todo el tiempo atenta, percibir cada voz y tratar de identificar muy rápido a la persona que me puede ayudar. Si no me siento en confianza rompo inmediatamente el vínculo. En esta ciudad, como mujer, estoy expuesta. Me siento más en confianza si la persona que me ayuda es otra mujer o un hombre acompañado de su novia.


El otro día un habitante de la calle me ayudó a atravesar la Décima, esa carrera es un desorden horrible. Además estaba en obras, no había cómo ver nada. El camino fue largo, cada vez que él veía un cartón se iba a recogerlo y me dejaba sola, pero siempre regresaba y me acompañó hasta el final. Ellos, que son ignorados, despreciados, como una no los puede ver así, se relacionan de manera distinta. Hay otros que van bien vestidos, huelen bien, y en cuanto una les pide ayuda desaparecen.


El proceso de relacionarse con el otro es difícil, y sobre todo en las horas pico. La gente empuja, atropella, pasa por encima… No ve. En hora pico no existe la silla preferencial en el Transmilenio, no hay amabilidad, nadie te abre una puerta, la gente está mucho menos dispuesta a ayudar.


Yeimy también ve en las miradas, miradas que a su vez, han ido cambiando con los tiempos.


Hoy en día la gente va metida en su celular, van todos ensimismados. A veces puedo escuchar las conversaciones de las mujeres que ven pasar las vitrinas desde el bus y comentan. Veo que se venden muchas más cosas para mujeres. Yo estoy salvada de las vitrinas. Compro lo que necesito, y solo lo veo cuando lo toco. Mi relación con el mercado es distinta, pero me da curiosidad, sí. Me pregunto cómo será eso que comentan y que no veo.


En mi infancia, cuando estaba en la casona donde solo había niños ciegos, antes de que pudiera ir al colegio con los niños videntes, había una ventanita por la que los que veían se asomaban y nosotros, los niños ciegos, nos la peleábamos, nos asomábamos por esa ventanita y veíamos a la gente pasar, la veíamos escuchándola, oliéndola, imaginándola. Aquel era un lugar muy católico, rezábamos todo el día. Cuando podíamos nos escapábamos para asomarnos a la ventanita. Si a uno de ciego no lo estimulan crea muchas incapacidades.


Como maestra no tengo dificultades. Bueno sí, cuando me aburro en una reunión no tengo como distraerme y me puedo quedar dormida. No puedo ponerme a mirar por la ventana o mirar la pantalla del celular.


Yeimy enseña pedagogía, enseña honestidad pero sobre todo enseña algo que este país, este tiempo necesita, pide a gritos: enseña confianza.




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